lunes, 21 de enero de 2013

El Privilegio de Ser Tortuga


Nunca me gustaron las tortugas. Es una cuestión de principios. Me parece que juegan la vida con ventaja. Siempre escondiéndose dentro de ese caparazón indestructible. Los demás no tenemos dónde escondernos y nos vemos obligados a hacer frente a las heladas. Ante la más pequeña, nimia e insignificante probabilidad de peligro, ellas se meten en su guarida y a esperar que pase el tiempo. Juegan con ventaja. No, no me gustan las tortugas.

El problema no sería demasiado grave (el de que no me gustan las tortugas, pero nada de nada) si no fuera porque mi jefe es una tortuga. Y es que uno no siempre puede escoger a su jefe. Este no es una tortuga entera, no. Es sólo tortuga en la cabeza. El resto del cuerpo es humano. Bueno, no sé si humano, es como el del homo sapiens. Tampoco estoy muy segura de que sea “sapiens”... En fin, que su cuerpo es como el de las demás personas. Incluso lleva traje y corbata. Todos los días de su santa vida, viste un traje gris marengo (cómo me gusta lo del gris marengo, antes era gris y punto), una camisa blanca y una corbata azul cielo. Nunca he entendido lo de azul cielo, porque yo siempre veo el cielo gris, pero debe haber otros sitios en los que es de ese color, así, de un azul muy clarito.

–Alicia, por favor, pase a mi despacho que tengo que redactarle unos correos –dice el interfono que me comunica, directa e instantáneamente, con mi jefe.
–Enseguida, Sr. Martínez de Guinea.

Otra día más tendré que verle esa cara de tortuga, abriendo su enorme boca al hablar, como si fuera a tragarse el mundo con todos nosotros dentro. Y esos ojos de cristal, ubicados en los laterales de su pegajosa cara. Nunca sabes dónde mira, porque sus ojos miran a todos lados y a ninguno. A la hora del almuerzo engulle hojas de lechuga de forma voraz, haciendo un ruido de lo más desagradable (crafff, crafff, crafff), que se queda atascado en mi cabeza durante toda la jornada (crafff, crafff, crafff). La lechuga le rebosa por los lados de la boca mientras un hilito de baba espesa le cae sobre las solapas de la chaqueta gris marengo. Un día me armaré de valor y acabaré con todo esto.

–... atentamente, D. Manuel Martínez de Guinea.
––¿Algo más?
–No, sin postdata.
–Quiero decir que si quiere algo más o me puedo ir.
–¿A dónde se va?
–A mi mesa.
–Su mesa, claro.
–Sí, mi mesa.
–Váyase, váyase.

Es en estos momentos cuando más repugnancia siento, cuando se queda perdido, mirando al techo, ensimismado en sus pensamientos de tortuga (¿qué pensarán las tortugas?). El miserable no espera a que salga por la puerta para introducir su cabeza por el cuello almidonado de su camisa blanquísima y hacerla desaparecer (la cabeza, la camisa sigue impoluta, aprisionada por su corbata, que es azul cielo). 

Cuando vuelvo a mi mesa, la irritación me impide enviar los correos. No me parece justo. Malditas tortugas cobardes. Esto se tiene que acabar. Se tiene que acabar el cielo gris, la tortuga, mi mesa, los papeles estúpidos, su voz en el interfono, el gris marengo, su escondite canalla. Todo.

–¿De qué humor está hoy el jefe? –me pregunta Rodríguez al pasar por mi mesa.
–Humor de tortuga.
–¿De qué?
–De tortuga.
–Eso sí que no lo había oído nunca –me contesta riéndose, el muy insensato.
–No me hagas caso, son tonterías mías.
–¿Cuándo te vas de vacaciones?
–En mayo.
–¿Está solo?
–¿Quién?
–El jefe.
–Sí, sí, pasa.

Cuando Rodríguez sale del despacho del jefe, me dirige una sonrisa y vuelve a su sitio. Tan contento. Como si nada. ¿Es que a nadie más le parece indignante? No sé cómo no se rebelan contra este agravio, esta ventaja, esta humillación... Está claro que estoy sola en la lucha contra el privilegio vital de la tortuga.

–Señorita, por favor, pase a mi despacho –¡otra vez!, y así un día tras otro....
–Sí, señor ahora mismo. 

Al salir del despacho del jefe miro hacia un lado y hacia el otro. No hay nadie. Nadie me ha visto salir. Vuelvo a mi mesa y muevo los papeles de un lado a otro: los de aquí los pongo allá, los de allí los paso para acá. Y pienso. Estoy satisfecha.

–¿Qué tal Alicia?, entro a ver al jefe –me dice Pérez al pasar por mi mesa.
–¿Ahora?
–Sí, ahora, ¿está ocupado?
–¿Ocupado?, ocupado, creo que no...
–Entonces, ¿puedo pasar?
–Sí, sí, claro, pasa.

No han pasado ni dos segundos, cuando Pérez sale con la cara verdosa del despacho del jefe. Se sienta en una de las sillas que hay al otro lado de mi mesa. Se lleva sus dos manos de gelatina a la cara y se la restriega con fuerza.

–¿Estás bien?
–No, al jefe le han cortado la cabeza.
–¿La cabeza?
–Sí, la cabeza, su cabeza, eso que tenía sobre los hombros. Ahora ya no está sobre los hombros, está ensangrentada sobre el teclado del ordenador.
–¿Has acabado los informes de contabilidad?


MARÍA CASADO ALONSO

9 comentarios:

  1. Adiós a la cabeza de tortuga jeje No hay que asesinar a nadie, eh! Aunque le veamos cabeza de tortuga. Tampoco me han gustado nunca pero, en mi caso, no es por el caparazón. ¡Pobrecillas!
    Un beso

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  2. Si todo fuera tan sencillo como cortar de raíz aquello que nos desagrada... Fíjate, que a mí no me resultan molestas las tortugas. Como bien dice la protagonista, juegan con ventaja. Siempre dentro de su caparazón. En muchas ocasiones, me hubiera gustado perderme dentro de un caparazón. Un beso.

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    1. A mí me gustan todos los "bichos", excepto algunos humanos :). Un beso.

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  3. Pues a mí la tortuga que me gusta es la de la fábula. Y los jefes con cabeza de tortuga, para nada. Y hay tantos... Incluso políticos...
    Y lo que sí tengo claro que me gusta es tu relato.
    ¡Un besazo, María!

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    1. ¿Todavía no te han dado el Nobel? ¡Qué injusto es el mundo literario! Un beso enorme, compañero

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    2. ¡Te has "pasao"! Je, je. Hablaré para que te pongan a ti de jurado...

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  4. A mí D. Manuel Martínez de Guinea me recuerda a Rajoy. Me ha gustado el final.

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    1. Tú es que estás obsesionado... A mí me recuerda a Aznar :)

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