sábado, 24 de agosto de 2013

Papá , dame la mano


Papá, dame la mano y llévame hasta aquél columpio donde reíamos sin tropezarnos, hasta mi cuaderno azul con “ya me sé la tabla del seis”. Léeme, otra vez, ese cuento que nunca termina y la lista de los diferentes colores del adiós, porque ya no encuentro mis zapatos entre los escombros, porque tengo veintisiete recuerdos que roncan por las noches y un pasado prometedor. 
Papá, dame la mano y llévame al lugar al que nunca fuimos, a tus ojos sin tormenta y al lugar del que nunca debimos volver. Dime que cuando sueño también vivo, que no dices que me quieres porque olvidaste la conjugación del verbo querer y que las sombras que se esconden en mis bolsillos olvidarán mi nombre. Cuéntame quién soy cuando cierro la puerta o cuéntame, otra vez, los segundos que aguanto sin respirar. 
Papá, dame la mano y llévame hasta el cajón donde se guardan las esquinas que no se doblan y hasta ese día en que llenaste una maleta de mentiras. Dime que los años, “un dos, tres, al escondite inglés”, no asesinan mi niñez sobre un suelo de cemento, que no perdí el tiempo buscando mis alas y dime dónde guardabas todos los besos que no me dabas. Dime dónde fueron las palabras que dije ayer y dime, “sin mover las manos ni los pies”, que puedo volver a empezar. 
Papá, dame la mano, que tengo miedo.


MARÍA CASADO ALONSO

martes, 23 de julio de 2013

Los Cordones de las Zapatillas


Los calcetines llenos de polvo, amontonados en los tobillos, diez años y nuestras canicas en los bolsillos (“¿jugamos a mirar el mar?”). Caminamos de la mano, vamos al campo que hay detrás de nuestro portal (ese número veintiséis que juntó nuestras vidas) a jugar nuestra partida diaria de canicas, arrastrando los cordones de las zapatillas, siempre desatados, y además sin importarnos desatados (“Carlos, hijo, átate los cordones que te vas a caer, siempre los llevas sueltos”) y me paro para hacerme el lazo de los cordones de mis zapatos de piel y al levantarme miro la hora en el reloj de pulsera que me regaló ella por mi cuarenta cumpleaños. Cruzo la calle repleta de coches a estas horas y sigo buscando las palabras más adecuadas para nuestro final, para ese punto que nos deje sin costuras, pero no se me ocurren más que un puñado de frases hechas y lugares comunes y un coche rojo toca la bocina porque cruzo sin mirar porque ya nunca más fueron las zapatillas con los cordones sueltos ni las canicas ni jugamos a buscar palabras esdrújulas porque ya todas las palabras son agudas porque ella ya no tiene palabras esdrújulas porque ella ya es adulta y yo quiero volver a mirar el mar. 
Me paro en un escaparate que no sé qué muestra y es que no me importa, sólo quiero mirarme en el cristal, observo mis zapatos, el lazo perfectamente atado con un nudo de dos vueltas para que no se desate. Meto las manos en los bolsillos de los pantalones del traje gris y no hay canicas. En el cristal del escaparate veo al niño que juega a mirar el mar con Celia, en un descampado de Madrid (“Ahora me toca a mí, Carlos. Tienes que ver un barquito verde al final del descampado, junto al poste de la luz”) y al mirarme a los ojos en el espejo descubro al asesino de aquél niño lleno de cordones sueltos y palabras esdrújulas.
Quizá debería llevarle un ramo de flores, pero no, no es lo más adecuado, los puntos no tienen flores, los puntos sólo son puntos, y yo caminando hacia casa con los cordones bien atados. Voy despacio porque ya no tengo prisa, y el nudo de la corbata azul añil que me regaló ella,
(–Hace juego con tus ojos, y yo pensando, hace juego con mis canicas)
el nudo de la corbata, digo, me hace daño, o quizá es el calor, o quizá los nervios, o quizá es que es un nudo, y me suelto el nudo y me desabrocho el primer botón y llego al portal de mi casa, saludo al portero y entro en el ascensor lleno de espejos y de brillos, todo gracias a reunión, financiación y administración, todas agudas, y ninguna canica. Cuando entro en casa me saluda un silencio encima de otro, ella ya siempre es silencio, y yo quiero hablar palabras esdrújulas pero ella sólo tiene palabras agudas. Camino por la casa (“Hola, Celia, ¿estás en casa?”), entro en nuestra habitación y encima de la cama un sobre que pone “Carlos” y Carlos no es aguda, y yo abriendo el armario de su ropa y su armario vacío. Me siento en la cama mirando hacia el suelo de mármol mientras recuerdo todas las frases que he estado preparando y que ya puedo olvidar, y escucho un rumor de espuma y yo quiero volver a mirar el mar y luego cojo el sobre que “Carlos” y lo abro y nada más que “Era fantástico cuando llevabas los cordones desatados”.

MARÍA CASADO ALONSO

sábado, 18 de mayo de 2013

El Retrete


Me gustaba tirar de la cadena y ver cómo la mierda daba vueltas, chocándose contra las paredes, hasta que al fin era tragada por el retrete, y cómo dejaba a su paso restos que se quedaban para siempre en los laterales amarillentos del váter, acompañando a otros restos ya negros, y las tetas de Lola que, a veces, me dejaba tocar (“venga, Lola, tírate el rollo, tía, déjame un ratito”), y mi padre tropezándose todos los días con el mismo peldaño de la entrada de casa,
–¡Puto peldaño de mierda!,
diecisiete centímetros de escalón vivo, y aquél día yo corriendo y corriendo y corriendo, corriendo como un corte de mangas. 

Llegué a casa del colegio, arrastrando el asqueroso abrigo que fue azul pero ya era negro y olía a salsa de tomate caducada, el peldaño de diecisiete centímetros, y ellos celebrando que era miércoles y era laborable. Las cinco de la tarde, aunque el reloj del salón se empeñara en unas diez menos veinte eternas, y mis padres y sus amigos se divertían buscando respuestas (o quizá preguntas, o quizá nada) en el fondo de las botellas del whisky más barato del supermercado. Al entrar en casa me tragó una nube gigante llena de humo y de babas que sabía mi nombre y apellidos. Mariluz, mi hermana pequeña, se acercó a saludarme (“qué coñazo, Mariluz”), de la mano de su muñeca, con sus pequeños pies desnudos y su pelo más dentro que fuera de la coleta y yo,
–Joder, Mariluz.

Me dirigí hacia mi habitación sin que nadie más se fijara en mi presencia, y yo pensando “mejor así”, y aquella botella que habitaba el suelo a la que golpeé, alejé de mí metro y medio, luego giró sobre sí misma varias veces, sin marearse, y paró con el fondo mirando hacia mí. La recogí, la llevé al cubo de la basura, empujé la basura que rebosaba para hacerle sitio a la botella y me encerré en mi cuarto. Y ellos gritando y dando carcajadas llenas de grasa (carcajadas como los mocos que me sacaba de la nariz en clase de matemáticas mientras el profesor explicaba el Teorema de no sé quién) y la mierda dando vueltas en el retrete y la botella girando y yo corriendo. Encendí un cigarro que le había robado al profesor de Lengua (que no se enteraba de nada) y me puse a pensar en las tetas de Lola,
–Anda, Lola, déjame chupártelas, ya, que más te da,
y ella que no y que no, sólo me dejaba tocárselas. 

Salí de mi cuarto porque tenía hambre y me dirigí estúpidamente a la nevera. Abrí la puerta de ésta y me encontré lo que ya sabía que iba a encontrarme: el churretón de siempre, ya de color verdoso, en el lateral derecho; un yogur caducado hacía dos meses; restos de jamón pegajoso y mi fiel compañero: ese tomate con moho que me llevaba acompañando toda mi infancia. Volví a cerrar la nevera.  Miré hacia el salón y allí seguían todos, mi padre,
–¡Puto peldaño de mierda!,
y todos sus amigos. No veía a mi madre, o quizá no quería verla, pero daba igual, estaban todos, incluso el imbécil de Antonio,
–¡Eh, Manu, a ver si eres capaz de tomarte este vaso de whisky de un solo trago!
y yo,
–¡Cómeme la polla, borracho de mierda!,
pero fui hacia el salón e hice un hueco en el sofá tirando al suelo una montaña de ropa mezclada con periódicos deportivos atrasados, agarré el vaso con el que Antonio me provocaba y lo vacié de un solo trago. Sobre la mesa botellas de whisky vacías, otras a medio vaciar, y vasos llenos de huellas digitales. El cristal de la mesa estaba poblado de marcas circulares de culos de vasos que se superponían unas a otras y de ceniceros que se intuían bajo las montañas de colillas apuradas hasta la mitad del filtro. 

  Decidí volverme a mi habitación para no seguir aguantando borrachos, pero entonces vi que en una esquina del comedor estaba Mariluz con dos amigos de mi padre. Mariluz (“qué coñazo, Mariluz”) tenía diez años, le gustaba ir al colegio y todavía jugaba con muñecas.
–Mariluz, sal de mi habitación de una puta vez y llévate esa muñeca pija contigo,
y Mariluz llorando cuando le gritaba, peinando a su muñeca rubia, haciéndole una trenza, yéndose a su habitación, y la mierda girando en el retrete y yo corriendo y corriendo y mi padre tropezando en el peldaño de la entrada de casa.

–A ver, Mariluz, enséñanos las braguitas –le decía uno de los amigos de mi padre.

Y mi hermana se subía el vestido y les enseñaba las bragas, y las bragas con un agujero en el culo y florecitas verdes, y Mariluz sonreía. Eran las que más le gustaban. Sería tonta, Mariluz. Las manos sucias de ese borracho. Busqué a mi madre y la vi dormida en una butaca, roncando, con la mano izquierda ocupada por un cigarro ya consumido en el que la ceniza echaba un pulso a la fuerza de la gravedad y la mano derecha ocupada por una botella. Me dirigí hacia la puerta de la casa y tropecé con otra botella que estaba en el suelo. Al golpearla giró sobre sí misma varias veces hasta quedar con el culo apuntando hacia mi zapato. Abrí la puerta y corrí. Seguí corriendo y corriendo y corriendo. 


MARÍA CASADO ALONSO

sábado, 6 de abril de 2013

MARTA ESPINOSA: Desesperanzas

Precioso vídeo de la canción "Desesperanzas", un himno en contra de los recortes sociales, de la joven cantautora Marta Espinosa:




domingo, 31 de marzo de 2013

En la hora que me quitan


En la hora que me quitan iba a resolver esta extraña broma de vivir sin red,
iba a decirte “te quiero” y a pedirte que no te fueras y a enseñarte mis heridas,
iba a contar un, dos, tres, cuatro, los pasos que me quedan para llegar al mar,
iba a dejar de coleccionar minutos muertos porque ya los tengo todos o casi todos,
iba a volver a tirarme del tobogán y a reírme a carcajadas,
iba a buscar una palabra que perdí y que no sé dónde diablos se esconde,
iba a montar en bicicleta porque sí, porque quiero y porque me gusta y ya está,
iba a hacer una trenza con mis recuerdos y colgarla del balcón,
iba a ser una hormiga, una jirafa, un delfín y un camión de bomberos,
iba a abrir la caja con tus fotos y volver a verte, dónde estás,
iba a quedarme a dormir en el tercer verso de un soneto de Lope,
iba a jugar al escondite y te busco y te encuentro y no te encondes más,
iba a mezclar el verde con el rojo para que saliera el veintitrés, 
iba a saltar todas las olas para luego ver cómo se rompen,
iba a seleccionar una estrella y llevármela a casa y hacerle un nido con la letra eme,
iba a sumar los besos que te debo y estrenar un vestido azul y dejar de fumar,
iba a atarme los cordones de las zapatillas porque siempre me tropiezo y me caigo,
iba a dejar de añorarte para no verte en la calle y no hablarte en los sueños,
iba a hacer todo aquello que tengo pendiente y que no quise hacer,
en la hora que me quitan iba a escribir el cuento más bonito del mundo.

MARÍA CASADO ALONSO

domingo, 24 de marzo de 2013

Mejillones Picantes



La primera vez que la vi después de muerta estaba mirando una lata de mejillones. Picantes, claro, eran los que más le gustaban. Ella no me vio. Leía atentamente todas las indicaciones de la lata, la miraba por un lado, la miraba por el otro lado y la comparaba con minuciosidad con otras del mismo producto. No tenía prisa. Ya no tenía prisa. 

Cuando la vi yo esperaba mi turno en la caja número cinco del supermercado. Había cambiado sólo dos veces de caja. No puedo soportar estar en la caja de un supermercado con alguien detrás de mí. Tengo que ser siempre el último de la fila. Si alguien se coloca detrás de mí, inmediatamente me cambio de caja. Me pongo muy nervioso metiendo mis productos en las bolsas mientras hay otro u otra, que lo mismo me da porque no soy sexista, esperando y viendo lo que compro, reventando las cerraduras de mi intimidad. No, no lo soporto. Así que deambulo de caja en caja hasta que consigo hacer la compra sin que nadie escrute detrás de mí mi sacrosanta privacidad. Es verdad que esto me toma más tiempo, pero no me importa. En el momento en que la vi, esa primera vez, dejé el carro lleno en la cola de la caja y corrí hacia ella. Por el camino me tropecé con una señora gorda seguida de una niña (también gorda) rematada por un lazo rosa, que lloraba dispuesta a vencer al hilo musical del supermercado, porque su madre no le quería comprar vete tú a saber qué porquería para gordos, mientras yo perdía de vista a mi hermana muerta. La busqué por todos los estantes, pero no la volví a ver. Se la había tragado la tierra. Otra vez la perdía. Maldita sea la gorda y su niña gorda y todos los gordos del mundo. 

Volví a la caja donde había dejado abandonado mi carro. Cuando llegué, el cajero me miró con cara extrañada mientras seguía con su trabajo que sonaba algo así como “píííí-píííí-píííí”. Los demás compañeros de espera me miraron con cara iracunda puesto que habían tenido que empujar mi carrito, que avanzó sin dueño hasta colocarse en segunda posición. Miré el contenido de mi carro sin mirarlo, con la imagen de mi hermana sujetando en su mano la lata de mejillones picantes. Mis lágrimas cayeron sobre la cinta de la caja y el cajero avanzó la cinta que se llevó mis lágrimas. El comprador que ocupaba el primer puesto las metió en una bolsa junto con el papel higiénico y un bote de champú anticaspa y se las llevó. Mi carro me pareció vacío. Nicho vacío. 

Miré a mi espalda y descubrí horrorizado que detrás de mí se amontonaban carritos empujados por personas y personas empujadas por carritos, o viceversa. Tuve que cambiar de caja nuevamente.

Desde aquél día en que vi a mi hermana en el supermercado fui todos los días a ver si la volvía a ver. Ya no iba a comprar nada. Iba sólo a buscarla. No se lo conté nunca a nadie. Ni siquiera a mis padres. Bastante sufrieron ya. Mi madre seguro que me hubiera mandado al psicólogo, hace colección de psicólogos. Había pasado poco tiempo desde que la enterramos. La volví a ver otra vez, un sábado en el que el supermercado estaba abarrotado de gente: niños que chillaban, carros a punto de parir y padres en chándal que nunca hacían deporte. Yo llevaba cuatro horas saltando de caja en caja cuando la vi en la zona de las tartas. Estaba mirando, concretamente, una tarta de chocolate. Volví a salir corriendo en su dirección, esquivando elementos humanos e inhumanos. Esta vez tiré al suelo a un viejo al que se le cayeron encima todas las magdalenas y algún donut de chocolate (¿o eran de azúcar?) que me hizo nuevamente perderla de vista. ¿Para qué se llevan a los viejos al supermercado? Van todos juntos al supermecado, niños, niñas, señores, viejos y demás especies como si fueran de visita a un museo: “Mira, fíjate cómo incide la luz sobre los botes de coliflor, es un efecto sublime”. Nuevamente la perdí. Nuevamente tuve mucho frío sin pasar por los congelados. Arrastré mi vida hacia mi carrito abandonado en la caja y proseguí mi movimiento de caja en caja dos horas más. 

Al llegar a casa y guardar la compra encontré dos latas de mejillones picantes que no recordaba haber comprado. Cogí una y la observé, por un lado y por el otro, leyendo con atención todas las indicaciones.


MARÍA CASADO ALONSO

viernes, 22 de febrero de 2013

Nunca más veré París



“Me moriré en París con aguacero...” César Vallejo



Esta es la última vez que paseo por la orilla del Sena y que huelo su aire azul verdoso. Siempre adoré esta ciudad melancólica, que parece que va a romper a llorar en cualquier momento. Por eso quise venir una vez más. 

–Quiero ir a París.
–¿A París?
–Sí, a París, la capital de Francia.
–Vale, vale, pues vamos a París.

Juan no me iba a contradecir fuera lo que fuera lo que se me hubiera ocurrido. A la luna, pues vamos a la luna. Viajar en avión, con lo que odia volar. Se pasó todo el viaje agarrado a la botella diminuta de Rioja con la mano derecha temblorosa mientras con la izquierda hacía crujir mis deterioradas falanges. “Por favor, señorita, me puede traer otra botellita de vino”. Su cara cambiaba de color mientras expulsaba el vino de nuestra tierra patria en forma de gotas de sudor. Cuando el avión tocó suelo exhaló un suspiro como un huracán.

Soy feliz en París. Siempre lo he sido. Bueno, no siempre, o no del todo. Viví aquí un año, cuando mis padres se separaron y tuve la estúpida idea de probar a vivir un tiempo con mi padre, que se vino a vivir a esta ciudad. Yo era una adolescente rebelde que no sabía lo que quería. En realidad, lo que quería era París, no vivir con mi padre, ese ser extraño, al que no veo desde entonces, hace ya veinte años.

–¿Estás segura? –insiste Juan.
–Sí.
–Pero, ¿a qué viene eso ahora, después de tanto tiempo?
–Me quiero despedir de él, simplemente.
–¡Joder!
–¿No lo entiendes?
–No entiendo nada.
–¿El qué no entiendes?
–Nada de nada. Últimamente, nada.
                                    
Pobre Juan, no puede con todo esto. Nunca ha vivido el derrumbe. Nunca se ha topado con la vida cuando es muerte. Cuando te apuñala por la espalda. Cuando es una miserable. Yo perdí a mi hermano, que no es lo mismo, pero es parecido. Era mi único hermano. Sé lo que es recoger tus restos del suelo. Y el vacío y el abismo y el vértigo. Pero el pobre Juan ha vivido sin sobresaltos, en medio de una familia completa en la que todos se quieren. Algo parecido a una serie estadounidense o a un anuncio de cereales. Y ahora le ha tocado bailar conmigo. 

–Deberíamos preguntarle al médico si te conviene hacer el viaje a París.
–¿Para qué?
–Por si te puede afectar.
–Sí, no sea que me muera.
–Joder, Sandra, no soporto ese humor negro.
–Es la verdad, Juan, qué más me puede pasar.
–Ya.
–No te agobies.
–Pero la visita a tu padre puede que no te convenga y allí no están tus médicos, no sé, a lo mejor te altera y no tenemos dónde acudir, y...
–Allí hay médicos, sólo que hablan francés, eso sí. Estate tranquilo, anda –le digo, pasándole la mano por la espalda.
–¿Cuánto tiempo quieres estar en París?
–No sé, el que pueda.
–Ya.

París es un lugar al que siempre hay que volver, porque nunca te cansas. Cuando vuelves, sientes que te ha echado de menos. Lo notas en sus ojos apenados y en sus calles húmedas. 

Llevamos varios días tomando el sol en las terrazas de sus cafés, leyendo el periódico, charlando y viendo pasar el silencio. ¿Hay algo más cercano a la felicidad?. Sí, poder seguir viniendo.

–¿Cuándo quieres ir a su casa?
–Mañana.

Pero mañana le vuelvo a decir lo mismo. Hasta que un martes en que el sol se toma un descanso decido que ha llegado el momento. Cuando llegamos al número 24 del Bulevar Saint-Michel nos paramos. Los dos callamos. No siento nada. Tengo frío. Miramos hacia el piso tercero. Una luz ilumina la ventana. Estará preparando la cena. Juan me mira invitándome a entrar. Me cierro la cremallera de la chaqueta, le agarro la mano y tirando de él seguimos caminando por el Bulevar Saint-Michel hacia los jardines de Luxemburgo. 
Nunca más veré París.


MARÍA CASADO ALONSO

viernes, 15 de febrero de 2013

El pececito



     Mi papá dice que si lo saco de la pecera se muere porque no puede respirar. Pero, la verdad es que cuando él no está yo lo saco un rato y parece muy contento. Se sacude moviendo todo el cuerpecito. Como hace un rato, cuando he llegado del cole, y lo he visto tan triste en su sitio que lo he dejado que se de una vuelta, antes de que regrese papá del trabajo. 
Ya oigo el ruido de la cerradura, corro para bajarlo del perchero donde se ha subido a echarse la siesta y lo vuelvo a meter en la pecera.
–Hola, hija –me dice, papá, y me da una beso– Hola, pececito.
–Papá, ¿los peces vuelan?

domingo, 10 de febrero de 2013

Hoy


Pude ser un jueves, un lunes o un sábado. Eso no importa, da igual. Lo importante es que ese día no debería existir nunca. ¿Por qué la vida se empeña en ponérmelo en el camino? Ese día quiero hacer un agujero en el suelo y esconderme hasta el día siguiente. Como cuando jugábamos de niños, en la playa, a taparnos con la arena hasta la cabeza... entonces era divertido. Pero esta vez no quiero dejar la cabeza fuera. Échame más tierra encima que todavía puedo ver el mundo, sigue tapándome, no pares, hasta que no pueda ver, hasta que todo esté negro y no exista nada. Sólo el silencio. Hoy es jueves o sábado o qué sé yo, hoy es ese día que no quiero vivir. ¿Sólo me pasa a mí? Todo pesa, un paso, otro paso, y otro más, es tan cansado caminar, para ir ¿a dónde?, a hacer ¿qué? Pesa la pierna izquierda, pero  también pesa la derecha, 
y pesa este jueves (sí, es jueves), 
y pesa el miércoles que dejé que se fuera sin despedirme, 
y pesa que se me está haciendo tarde, 
y pesa que se ha estropeado la lavadora, 
y pesa lo que callo cuando hablo, 
y pesa todo lo que tengo que hacer, 
y pesa todo lo que no haré,
y pesa que no entiendo nada,
y pesan veinticinco gramos,
y pesa que lo que escribo es una mierda,
y pesa tu ausencia, 
y pesa y pesa y pesa... 
y sólo quiero que me dejen sola, escarbando en mi agujero para luego dejarme caer hasta el fondo y tocarlo y arrastarme sobre mis cenizas y no hacer nada más que no hacer nada. No quiero hablar ni escuchar porque no me importa nada. No tengo pena, no tengo miedo, no tengo nada. Mi perro me tira del jersey, quiere jugar, pero hoy no sé jugar. Hoy no soy. Hoy sólo estoy, aunque no sé dónde. Sólo sé que es jueves y que quiero que sea viernes. Que estoy cansada de ser yo. Quizá podría ser “tú” o “ellos”. No, mejor ser “nadie”, eso sería perfecto. Me doy cabezazos contra la pared de la cocina, pero no lo suficientemente fuerte como para abrirme esta cabeza estúpida y que mis hemisferios cerebrales se esparzan por el suelo: junto a la nevera el hemisferio derecho, por aquella esquina el cerebelo, al lado de la puerta el tronco encefálico, pegado a la pata de la silla el hipotálamo... sería lo mejor, lo recogería todo y que me pusieran un cerebro nuevo. “Por favor, póngame uno nada existencialista, y de sensibilidad escasito, ¿eh?, que si no se hace todo muy complicado. Ah, y no se le olvide, de esos sencillitos, que son felices son cualquier cosa...sí hija, porque el que tenía antes se traía unas complicaciones que era un no parar, no ganaba una para crisis. Yo quiero uno de esos a los que todo les resbala, debe ser una gozada algo así, ¿no?, y que no se haga muchas preguntas, las justitas para sobrevivir . Se me olvidaba, muy importante: de empatía, ná de ná, él a lo suyo”. Deberían inventar algo así.  Yo, hoy, cambio cerebro en crisis por uno vacío. Urge.

MARÍA CASADO ALONSO

jueves, 31 de enero de 2013

Verde


–Verde  –sentencia Fernando.
–¿Verde? ¡qué va, era naranja! 
– Que te digo que no, coño, estoy seguro de que era verde.
–Pero, ¿qué verde? 
–Pues, verde verde.
–Es que hay verdes y verdes. Hay muchos tipos de verde.
–¿De qué? 
–De verde. 
–Así, como tu camiseta. 
–No, estoy seguro de que era naranja y tenía el volante amarillo y las ruedas rojas. 
–¿Las ruedas? 
–Las ruedas. 
–¿Qué ruedas? 
–Las del camión.
–Puede ser.

Los dos hermanos recuerdan aquel juguete de su infancia, tan perdida y tan presente. Han pasado demasiados años desde que sus padres les regalaron aquel camión verde.  Era verde. Fueron los años de sol. Luego llegó el derrumbe y todavía hoy se sostienen con cuatro puntales en cada uno de sus vértices. La vida golpea demasiado pronto. Pronto y sin avisar. Hoy, cuarenta años después del camión verde y de mucho frío, están sentados en el dormitorio de su padre, cada uno en una silla de anea. Silla que cruje con cualquier pequeño movimiento. Crafff, craff. Cada uno se sienta a un lado de la cama de su progenitor, que yace agonizante. ¡Que traigan otro puntal que el edificio se derrumba! Y es que cuando ya crees que has logrado mantener el equilibrio un nuevo empujón te hace tambalearte.  Maldito viejo, que nunca quería ir al médico, si hubiera ido antes. “Te acompañaremos hasta el final, papá, no estarás solo”, “No digas estupideces, Jaime, uno siempre está solo”. 

Fernando está sentado con la espalda apoyada en el respaldo de la silla; tiene una pierna cruzada sobre la otra, formando un ángulo recto; en una mano sostiene una lata de cerveza y en la otra un cigarrillo en el que la ceniza hace equilibrios por no caer. Jaime apoya los codos en sus rodillas, entrelaza sus manos, sus hombros caen curvados y su mirada se esconde en alguna grieta del suelo.

–Y ahora, ¿qué hacemos? –pregunta Jaime, sacando sus ojos de la grieta del suelo.
–¿Con qué? 
–Con papá.
–¿Qué se hace en estos casos? 
–No sé.
–¿Quieres otra cerveza? 
–Pssí, vale, pero nos tomamos la última y hacemos algo con él.
–Está buena la cerveza esta del viejo, ¿eh?
–¿Cómo?
–La cerveza.
–Sí, la cerveza.
–¿Has hecho submarinismo alguna vez?
–No, nunca, me daría miedo.
–Tú siempre con el miedo. Se debe estar bien ahí debajo.
–¿Debajo de qué?
–Del agua.
–Puede.
–Está todo en silencio y el mundo se mueve muy despacio. Lo he visto en la tele.
–Será...

Un silencio submarino se apodera de ambos durante largo tiempo. Llevan ya más de doce horas sentados junto a la cama de su padre, acompañándolo en su largo final. Esperando su último suspiro. Suspiro o exhabrupto, que cada uno exhala lo que quiere. O lo que puede. Sus pensamientos deambulan por desvanes polvorientos y cajones escondidos. “Niños, dejad ya de hacer ruido que estoy trabajando”. Siempre trabajando. Siempre en otros lugares lejanos a sus vidas infantiles.

–¿Y si llamamos a mamá? –pregunta Jaime.
–¿Para qué?. Ella desde que se separó del viejo nos dejó el muerto a nosotros. Y nunca mejor dicho.
–No digas eso, papá cada vez estaba más insoportable, es normal que se separara.

“¡Son todos unos imbéciles, qué sabrán ellos de arte!”. Desde que perdió aquél premio, su carrera se hundió y su familia se perdió bajo una espesa capa de lodo. Él ya no era el mejor pintor de su país y eso nunca pudo soportarlo. 

Las lágrimas de su madre haciendo un surco en sus mejillas cuando les anunciaba su separación y los introducía a empujones en la vida adulta. Esa vida en la que ellos vivirían con su madre y visitarían a su padre cada fin de semana alterno, incluso de adultos.  “Cada vez que venimos a ver a papá pasamos un mal rato, Jaime, no sé para qué venimos”, “Ya, pero, ¿no lo vamos a dejar solo?, no tiene a nadie más”. 

“No tengo tiempo para tonterías, Jaime, si no entiendes esto es que eres tonto”. Tonto, tonto, tonto... resuena cada “t”, como un escupitajo en medio de su cara. No le gustaban las matemáticas, nada más.  “Fernando, papá dice que soy tonto, y que deberíamos leer más en vez de pasar la tarde jugando a las chapas”, “Sí que eres tonto si haces caso de las cosas que dice papá. Anda, tira, que te toca”.

–¿Te acuerdas de cuando nos enseñó a montar en bicicleta?
–No. 
–Yo tampoco.
–Deberíamos hacer algo. ¿Llamamos al médico?
–El médico ya no creo que pueda hacer nada por él, Jaime.
–Pues a un médico forense.
–No sé.
–¡Mira esta foto, estamos todos juntos!

Jaime coge una foto de la estantería que está junto a los pies de la cama y se la acerca a su hermano. En la foto aparecen sus padres junto a ellos dos. Eran muy pequeños. Sonreían todos felices a la cámara. ¿Dónde habrá ido aquello? En algún momento la vida tuerce una esquina y aparece un mundo distinto. A veces, nunca te acostumbras a él. O quizá él nunca se acomoda a lo que esperábamos de él.

–Creo que me ha mirado –dice Jaime asustado, sin retirar la vista de la cara de su padre.
–Joder Jaime, qué cosas tienes, ¿cómo te va a mirar?, está inconsciente, se está muriendo.
–Te juro que me ha mirado, con esa mirada suya altiva, ¿sabes cuál te digo?
–¿Cuál me dices?
–Pues ésa.
–Ya, ésa.
–¿Tú crees que nos oye?
–¿Cuándo te dan la casa nueva?
–El mes que viene.
–Ya te queda poco.
–Sí, poco.
–Avísame y te ayudo con la mudanza.
–Huele raro, ¿no?
–¿Raro?, ¿cómo?
–Como cuando se te pasa el jamón de york en la nevera.
–Ya.
–Fíjate, parece como si estuviera dormido, ¿verdad?
–Deja ya de decir tópicos, Jaime.
–Es que se lo ve ten plácido.
–Será porque se está muriendo.
–Será eso.
–¿Has estado alguna vez en África?
–No.
–Yo tampoco.
–¿Llamamos a la policía, a un cura, al hospital, a una funeraria? Dios, ¿qué hacemos?
–Sí, o a un deshollinador para que nos saque toda la mierda. ¡Y yo qué coño sé!
–Pues algo habrá que hacer...
–¿Y si lo dejamos y nos vamos?
–¿A dónde?
– No sé.
–¿Y lo dejamos solo?
–Uno siempre está solo, ¿no?
–Vale –contesta Jaime levantándose de la silla (“crafff”)
–¿A ti te gusta el color verde?
–Depende.
–¿De qué?
–De qué tipo de verde. Hay verdes y verdes.
–Claro.

MARÍA CASADO ALONSO

sábado, 26 de enero de 2013

El maestro Patxi Andión

     No me he equivocado en el título, no, aquí os dejo un vídeo del maestro (en minúscula) Patxi Andión, cantando su mítica canción "El Maestro", en un concierto en favor de la Educación Pública celebrado en Madrid en noviembre de 2011. 

    Siempre disponible para cantar de forma altruista en defensa de los derechos sociales, el maestro Patxi, nos puso los pelos de punta acompañado sólo de su voz, su guitarra y su fuerza. Quiero compartirlo con vosotros a través de este vídeo. Hay canciones y artistas que no pasan de moda, porque nada tienen que ver las modas (efímeras, burdas y mercantiles). 

    Como en este país vamos hacia atrás en lo que se refiere a progreso y derechos sociales, cada vez que oigo esta canción me inquieta una pregunta: ¿volverá a ser esta canción una realidad en la sociedad que nos están dejando?




lunes, 21 de enero de 2013

El Privilegio de Ser Tortuga


Nunca me gustaron las tortugas. Es una cuestión de principios. Me parece que juegan la vida con ventaja. Siempre escondiéndose dentro de ese caparazón indestructible. Los demás no tenemos dónde escondernos y nos vemos obligados a hacer frente a las heladas. Ante la más pequeña, nimia e insignificante probabilidad de peligro, ellas se meten en su guarida y a esperar que pase el tiempo. Juegan con ventaja. No, no me gustan las tortugas.

El problema no sería demasiado grave (el de que no me gustan las tortugas, pero nada de nada) si no fuera porque mi jefe es una tortuga. Y es que uno no siempre puede escoger a su jefe. Este no es una tortuga entera, no. Es sólo tortuga en la cabeza. El resto del cuerpo es humano. Bueno, no sé si humano, es como el del homo sapiens. Tampoco estoy muy segura de que sea “sapiens”... En fin, que su cuerpo es como el de las demás personas. Incluso lleva traje y corbata. Todos los días de su santa vida, viste un traje gris marengo (cómo me gusta lo del gris marengo, antes era gris y punto), una camisa blanca y una corbata azul cielo. Nunca he entendido lo de azul cielo, porque yo siempre veo el cielo gris, pero debe haber otros sitios en los que es de ese color, así, de un azul muy clarito.

–Alicia, por favor, pase a mi despacho que tengo que redactarle unos correos –dice el interfono que me comunica, directa e instantáneamente, con mi jefe.
–Enseguida, Sr. Martínez de Guinea.

Otra día más tendré que verle esa cara de tortuga, abriendo su enorme boca al hablar, como si fuera a tragarse el mundo con todos nosotros dentro. Y esos ojos de cristal, ubicados en los laterales de su pegajosa cara. Nunca sabes dónde mira, porque sus ojos miran a todos lados y a ninguno. A la hora del almuerzo engulle hojas de lechuga de forma voraz, haciendo un ruido de lo más desagradable (crafff, crafff, crafff), que se queda atascado en mi cabeza durante toda la jornada (crafff, crafff, crafff). La lechuga le rebosa por los lados de la boca mientras un hilito de baba espesa le cae sobre las solapas de la chaqueta gris marengo. Un día me armaré de valor y acabaré con todo esto.

–... atentamente, D. Manuel Martínez de Guinea.
––¿Algo más?
–No, sin postdata.
–Quiero decir que si quiere algo más o me puedo ir.
–¿A dónde se va?
–A mi mesa.
–Su mesa, claro.
–Sí, mi mesa.
–Váyase, váyase.

Es en estos momentos cuando más repugnancia siento, cuando se queda perdido, mirando al techo, ensimismado en sus pensamientos de tortuga (¿qué pensarán las tortugas?). El miserable no espera a que salga por la puerta para introducir su cabeza por el cuello almidonado de su camisa blanquísima y hacerla desaparecer (la cabeza, la camisa sigue impoluta, aprisionada por su corbata, que es azul cielo). 

Cuando vuelvo a mi mesa, la irritación me impide enviar los correos. No me parece justo. Malditas tortugas cobardes. Esto se tiene que acabar. Se tiene que acabar el cielo gris, la tortuga, mi mesa, los papeles estúpidos, su voz en el interfono, el gris marengo, su escondite canalla. Todo.

–¿De qué humor está hoy el jefe? –me pregunta Rodríguez al pasar por mi mesa.
–Humor de tortuga.
–¿De qué?
–De tortuga.
–Eso sí que no lo había oído nunca –me contesta riéndose, el muy insensato.
–No me hagas caso, son tonterías mías.
–¿Cuándo te vas de vacaciones?
–En mayo.
–¿Está solo?
–¿Quién?
–El jefe.
–Sí, sí, pasa.

Cuando Rodríguez sale del despacho del jefe, me dirige una sonrisa y vuelve a su sitio. Tan contento. Como si nada. ¿Es que a nadie más le parece indignante? No sé cómo no se rebelan contra este agravio, esta ventaja, esta humillación... Está claro que estoy sola en la lucha contra el privilegio vital de la tortuga.

–Señorita, por favor, pase a mi despacho –¡otra vez!, y así un día tras otro....
–Sí, señor ahora mismo. 

Al salir del despacho del jefe miro hacia un lado y hacia el otro. No hay nadie. Nadie me ha visto salir. Vuelvo a mi mesa y muevo los papeles de un lado a otro: los de aquí los pongo allá, los de allí los paso para acá. Y pienso. Estoy satisfecha.

–¿Qué tal Alicia?, entro a ver al jefe –me dice Pérez al pasar por mi mesa.
–¿Ahora?
–Sí, ahora, ¿está ocupado?
–¿Ocupado?, ocupado, creo que no...
–Entonces, ¿puedo pasar?
–Sí, sí, claro, pasa.

No han pasado ni dos segundos, cuando Pérez sale con la cara verdosa del despacho del jefe. Se sienta en una de las sillas que hay al otro lado de mi mesa. Se lleva sus dos manos de gelatina a la cara y se la restriega con fuerza.

–¿Estás bien?
–No, al jefe le han cortado la cabeza.
–¿La cabeza?
–Sí, la cabeza, su cabeza, eso que tenía sobre los hombros. Ahora ya no está sobre los hombros, está ensangrentada sobre el teclado del ordenador.
–¿Has acabado los informes de contabilidad?


MARÍA CASADO ALONSO

domingo, 13 de enero de 2013

¿Qué tal estás?


     Podría decirte que se me escapa la vida por el segundo ojal del abrigo marrón, o que no sé recomponer espejos rotos. Podría decirte que siempre llevo en los bolsillos una goma de borrar (por si algo no me gusta), un puñado de recuerdos y un lápiz que se ha quedado sin punta. Podría decirte que sueño con finales y tiemblo y sudo y tropiezo y caigo. Podría decirte que estoy sola aunque me des la mano y no lo veas, o que no soy más que un par de fotografías. Podría decirte que no encontré el tesoro, o que sospecho que mi reloj adelanta. Podría decirte que nunca quise crecer y ahora me apuñalan los años por la espalda o que llegué tarde a algún sitio importante. Podría decirte que en mi casa llueve en el salón, pero sólo los domingos, o que aún busco la forma de abrir puertas cerradas. Podría decirte que me ahogo con mis propias manos, que me gusta chapotear en los charcos o que me hundo cuando nadie me ve. Podría decirte que necesito que me lleves la maleta (¡pesa tanto!) porque está llena de piedras o que sólo quiero descansar de mi viaje. Podría decirte que en mi cama dormimos tres: tú, yo y mi sufrimiento  o que no sé en qué momento, en qué instante, en qué segundo me bajé del columpio para siempre. Podría...pero, como siempre, no lo haré. Me preguntarás “¿Qué tal estás?” y yo elevaré una sonrisa y contestaré “Bien”.

MARÍA CASADO ALONSO

martes, 8 de enero de 2013

Desde el Abismo


Se despertó aquella mañana como cualquier otra. Un tanto abotargado por los somníferos y, como siempre, horrorizado ante la idea de un nuevo día que afrontar (¿otro más?). Un nuevo precipicio que salvar. Decidió seguir los consejos de su psiquiatra e intentar no dejarse vencer por la angustia: se duchó, se arregló y salió a la calle, tratando de olvidarse de su ser enfermo, ése para el que siempre se escondía la primavera debajo de una capa de lodo. Incluso, hizo un gran esfuerzo por no hacer caso de las voces que lo perseguían sin pudor ni misericordia. Malditas voces. Mil veces malditas. No se dejó amilanar y salió a comprar el periódico, dispuesto a desayunar en un bar tranquilamente, disfrutando de su lectura… Cuánto gritaban las voces. Gritaban tanto… y también oía pasos cansados que no identificaba (¿serían los suyos?).

Al salir a la calle, lo abrumó el ruido y el trasiego. Se le atragantaba tanta vida en esplendor. Todos corrían, llegando tarde a cualquier lugar donde nunca pasaba nada. Los coches tocaban el claxon y los peatones parecían muertos sin saberlo, caminando serios y veloces hacia un trabajo que aborrecían, para salir de allí y seguir con su vida decolorada. Desde luego, debo estar en el andén equivocado porque todo me parece raro, ajeno, extraño. Nunca encontraré mi sitio en este entorno hostil…Ya estaba otra vez viendo el mundo desde su desorden peligroso y delirante. Sabía que no debía dejarse arrastrar por esos pensamientos. Compró el periódico en el quiosco que había enfrente de su portal, forzando una sonrisa al vendedor, y entró en el primer bar que encontró. Estaba abarrotado de gente y los camareros gritaban los pedidos como si aquello no fuera profundamente molesto y agobiante. El ruido dio cuatro vueltas a su alrededor hasta que lo dejó bien envuelto. Sólo había ruido y más ruido. Comenzó a sentir la conocida taquicardia… No pasa nada. Tranquilidad… Hizo los ejercicios de respiración que le había enseñado su psiquiatra…Inspira, uno, Espira, dos, Inspira, tres…. En la barra había un hombre que no paraba de mirarlo. Seguro que lo estaba siguiendo. Ya conocía a ese tipo de gente… Las voces comenzaron a atronarle en su cabeza. Nunca desparecerían. Todos los minutos, todos los días, todos los meses, todos los años… Salió corriendo del bar, mejor eso que hacer alguna tontería. Corría mirando hacia atrás, por si lo seguía aquel hombre que lo observaba en el bar. ¡Ja!, había conseguido darle esquinazo.

Con manos temblorosas y envuelto en sudor consiguió abrir la puerta de su casa. Y las voces no cesaban. Se movía de un lado a otro, violentamente, con las manos agarrándose la cabeza, dentro de la cual hervían los gritos. Por favor, callad ya…tengo mucho frío y tengo calor y no puedo más. Empezaron los temblores y fue corriendo a la cocina a tomarse la pastilla que le recetó el psiquiatra para momentos de crisis. Momentos de crisis, decía el muy cretino, si toda su vida era una crisis perpetua. Un delirio. Le faltaban piezas de un rompecabezas roto. Todos los minutos la misma lucha por interpretar un mapa intrincado que lo condujera a la cordura.

Cogió el frasco de ansiolíticos y los vertió todos en su mano sudorosa. Un puñado de pastillas redondas de color rosa. Serían suficientes. Se metió en la cama con una botella de ron y todas las pastillas y de un trago se bebió la vida que le había tocado. Nunca más los gritos. Nunca el abismo. Nunca.

MARÍA CASADO ALONSO