jueves, 9 de abril de 2015

Me Pides


Para Carmen, 
por darme su mano y pedirme tan poco


Me pides que escriba, 
mientras sujetas mi mano,
y tu boca
y tus ojos 
y tu voz
y el dedo meñique de tu mano derecha
se despeñan por tu precipicio lleno de silencio.
Me pides que escriba y busco entre el naufragio
mi anteayer para convertirlo en hoy 
y ya no quiero seguir escribiendo
porque sólo quiero volver a saltar a la comba,
y ya no quiero seguir escribiendo,
porque al escribir vuelan pájaros sin alas,
y ya no quiero seguir escribiendo,
porque si escribo tengo miedo,
y ya no quiero seguir escribiendo
porque cuando escribo, siento
y golpeo
y enfermo
y pataleo
y me hundo
y lloro
y muero…
y escupo sobre los días que me miran como si hubieran dejado de esperarme, 
como si supieran que nunca volveré.
Me pides que escriba,
por mí, 
por ti,
por todos ellos, que ya no tienen boca,
ni dientes,
ni piel,
por su ausencia,
por oír el ruido de mis palabras golpeando en tu muerte,
por los sustantivos y también por los adjetivos,
por mi vida sin vida y con paréntesis,
Me pides que escriba
y te hago caso, 
porque quizá encuentre el lugar en el que fui feliz,
porque quiero recordar y recordar y recordar,
porque aún no he escrito el poema más bonito del mundo,
porque quiero que me sigas dando tu mano rebosante de palabras silentes.


MARÍA CASADO


domingo, 30 de marzo de 2014

Se Busca Hora Perdida

Ayer perdí una hora llena de sesenta minutos. Nuevecita. Sin estrenar. Ruego a cualquiera que tenga noticias sobre su paradero que se ponga en contacto conmigo. Es pequeñita pero muy cariñosa, rebosante de todos los besos que pensaba dar sin pudor ni recato y que ahora se esconden en mis bolsillos. Es  soberbia, porque sabe que en alguno de sus minutos yo iba a tomar una de esas decisiones que cambian tu vida para siempre. Es luminosa y melancólica, porque esconde la sonata de Chopin que pensaba escuchar mientras te escribía el poema más bonito del mundo. Recompensaré a quien la encuentre con todas las horas perdidas que guardo desde hace años y que ya no me sirven. Si alguien la ve, díganle que yo, la sigo esperando.


MARÍA CASADO ALONSO

sábado, 24 de agosto de 2013

Papá , dame la mano


Papá, dame la mano y llévame hasta aquél columpio donde reíamos sin tropezarnos, hasta mi cuaderno azul con “ya me sé la tabla del seis”. Léeme, otra vez, ese cuento que nunca termina y la lista de los diferentes colores del adiós, porque ya no encuentro mis zapatos entre los escombros, porque tengo veintisiete recuerdos que roncan por las noches y un pasado prometedor. 
Papá, dame la mano y llévame al lugar al que nunca fuimos, a tus ojos sin tormenta y al lugar del que nunca debimos volver. Dime que cuando sueño también vivo, que no dices que me quieres porque olvidaste la conjugación del verbo querer y que las sombras que se esconden en mis bolsillos olvidarán mi nombre. Cuéntame quién soy cuando cierro la puerta o cuéntame, otra vez, los segundos que aguanto sin respirar. 
Papá, dame la mano y llévame hasta el cajón donde se guardan las esquinas que no se doblan y hasta ese día en que llenaste una maleta de mentiras. Dime que los años, “un dos, tres, al escondite inglés”, no asesinan mi niñez sobre un suelo de cemento, que no perdí el tiempo buscando mis alas y dime dónde guardabas todos los besos que no me dabas. Dime dónde fueron las palabras que dije ayer y dime, “sin mover las manos ni los pies”, que puedo volver a empezar. 
Papá, dame la mano, que tengo miedo.


MARÍA CASADO ALONSO

martes, 23 de julio de 2013

Los Cordones de las Zapatillas


Los calcetines llenos de polvo, amontonados en los tobillos, diez años y nuestras canicas en los bolsillos (“¿jugamos a mirar el mar?”). Caminamos de la mano, vamos al campo que hay detrás de nuestro portal (ese número veintiséis que juntó nuestras vidas) a jugar nuestra partida diaria de canicas, arrastrando los cordones de las zapatillas, siempre desatados, y además sin importarnos desatados (“Carlos, hijo, átate los cordones que te vas a caer, siempre los llevas sueltos”) y me paro para hacerme el lazo de los cordones de mis zapatos de piel y al levantarme miro la hora en el reloj de pulsera que me regaló ella por mi cuarenta cumpleaños. Cruzo la calle repleta de coches a estas horas y sigo buscando las palabras más adecuadas para nuestro final, para ese punto que nos deje sin costuras, pero no se me ocurren más que un puñado de frases hechas y lugares comunes y un coche rojo toca la bocina porque cruzo sin mirar porque ya nunca más fueron las zapatillas con los cordones sueltos ni las canicas ni jugamos a buscar palabras esdrújulas porque ya todas las palabras son agudas porque ella ya no tiene palabras esdrújulas porque ella ya es adulta y yo quiero volver a mirar el mar. 
Me paro en un escaparate que no sé qué muestra y es que no me importa, sólo quiero mirarme en el cristal, observo mis zapatos, el lazo perfectamente atado con un nudo de dos vueltas para que no se desate. Meto las manos en los bolsillos de los pantalones del traje gris y no hay canicas. En el cristal del escaparate veo al niño que juega a mirar el mar con Celia, en un descampado de Madrid (“Ahora me toca a mí, Carlos. Tienes que ver un barquito verde al final del descampado, junto al poste de la luz”) y al mirarme a los ojos en el espejo descubro al asesino de aquél niño lleno de cordones sueltos y palabras esdrújulas.
Quizá debería llevarle un ramo de flores, pero no, no es lo más adecuado, los puntos no tienen flores, los puntos sólo son puntos, y yo caminando hacia casa con los cordones bien atados. Voy despacio porque ya no tengo prisa, y el nudo de la corbata azul añil que me regaló ella,
(–Hace juego con tus ojos, y yo pensando, hace juego con mis canicas)
el nudo de la corbata, digo, me hace daño, o quizá es el calor, o quizá los nervios, o quizá es que es un nudo, y me suelto el nudo y me desabrocho el primer botón y llego al portal de mi casa, saludo al portero y entro en el ascensor lleno de espejos y de brillos, todo gracias a reunión, financiación y administración, todas agudas, y ninguna canica. Cuando entro en casa me saluda un silencio encima de otro, ella ya siempre es silencio, y yo quiero hablar palabras esdrújulas pero ella sólo tiene palabras agudas. Camino por la casa (“Hola, Celia, ¿estás en casa?”), entro en nuestra habitación y encima de la cama un sobre que pone “Carlos” y Carlos no es aguda, y yo abriendo el armario de su ropa y su armario vacío. Me siento en la cama mirando hacia el suelo de mármol mientras recuerdo todas las frases que he estado preparando y que ya puedo olvidar, y escucho un rumor de espuma y yo quiero volver a mirar el mar y luego cojo el sobre que “Carlos” y lo abro y nada más que “Era fantástico cuando llevabas los cordones desatados”.

MARÍA CASADO ALONSO

sábado, 18 de mayo de 2013

El Retrete


Me gustaba tirar de la cadena y ver cómo la mierda daba vueltas, chocándose contra las paredes, hasta que al fin era tragada por el retrete, y cómo dejaba a su paso restos que se quedaban para siempre en los laterales amarillentos del váter, acompañando a otros restos ya negros, y las tetas de Lola que, a veces, me dejaba tocar (“venga, Lola, tírate el rollo, tía, déjame un ratito”), y mi padre tropezándose todos los días con el mismo peldaño de la entrada de casa,
–¡Puto peldaño de mierda!,
diecisiete centímetros de escalón vivo, y aquél día yo corriendo y corriendo y corriendo, corriendo como un corte de mangas. 

Llegué a casa del colegio, arrastrando el asqueroso abrigo que fue azul pero ya era negro y olía a salsa de tomate caducada, el peldaño de diecisiete centímetros, y ellos celebrando que era miércoles y era laborable. Las cinco de la tarde, aunque el reloj del salón se empeñara en unas diez menos veinte eternas, y mis padres y sus amigos se divertían buscando respuestas (o quizá preguntas, o quizá nada) en el fondo de las botellas del whisky más barato del supermercado. Al entrar en casa me tragó una nube gigante llena de humo y de babas que sabía mi nombre y apellidos. Mariluz, mi hermana pequeña, se acercó a saludarme (“qué coñazo, Mariluz”), de la mano de su muñeca, con sus pequeños pies desnudos y su pelo más dentro que fuera de la coleta y yo,
–Joder, Mariluz.

Me dirigí hacia mi habitación sin que nadie más se fijara en mi presencia, y yo pensando “mejor así”, y aquella botella que habitaba el suelo a la que golpeé, alejé de mí metro y medio, luego giró sobre sí misma varias veces, sin marearse, y paró con el fondo mirando hacia mí. La recogí, la llevé al cubo de la basura, empujé la basura que rebosaba para hacerle sitio a la botella y me encerré en mi cuarto. Y ellos gritando y dando carcajadas llenas de grasa (carcajadas como los mocos que me sacaba de la nariz en clase de matemáticas mientras el profesor explicaba el Teorema de no sé quién) y la mierda dando vueltas en el retrete y la botella girando y yo corriendo. Encendí un cigarro que le había robado al profesor de Lengua (que no se enteraba de nada) y me puse a pensar en las tetas de Lola,
–Anda, Lola, déjame chupártelas, ya, que más te da,
y ella que no y que no, sólo me dejaba tocárselas. 

Salí de mi cuarto porque tenía hambre y me dirigí estúpidamente a la nevera. Abrí la puerta de ésta y me encontré lo que ya sabía que iba a encontrarme: el churretón de siempre, ya de color verdoso, en el lateral derecho; un yogur caducado hacía dos meses; restos de jamón pegajoso y mi fiel compañero: ese tomate con moho que me llevaba acompañando toda mi infancia. Volví a cerrar la nevera.  Miré hacia el salón y allí seguían todos, mi padre,
–¡Puto peldaño de mierda!,
y todos sus amigos. No veía a mi madre, o quizá no quería verla, pero daba igual, estaban todos, incluso el imbécil de Antonio,
–¡Eh, Manu, a ver si eres capaz de tomarte este vaso de whisky de un solo trago!
y yo,
–¡Cómeme la polla, borracho de mierda!,
pero fui hacia el salón e hice un hueco en el sofá tirando al suelo una montaña de ropa mezclada con periódicos deportivos atrasados, agarré el vaso con el que Antonio me provocaba y lo vacié de un solo trago. Sobre la mesa botellas de whisky vacías, otras a medio vaciar, y vasos llenos de huellas digitales. El cristal de la mesa estaba poblado de marcas circulares de culos de vasos que se superponían unas a otras y de ceniceros que se intuían bajo las montañas de colillas apuradas hasta la mitad del filtro. 

  Decidí volverme a mi habitación para no seguir aguantando borrachos, pero entonces vi que en una esquina del comedor estaba Mariluz con dos amigos de mi padre. Mariluz (“qué coñazo, Mariluz”) tenía diez años, le gustaba ir al colegio y todavía jugaba con muñecas.
–Mariluz, sal de mi habitación de una puta vez y llévate esa muñeca pija contigo,
y Mariluz llorando cuando le gritaba, peinando a su muñeca rubia, haciéndole una trenza, yéndose a su habitación, y la mierda girando en el retrete y yo corriendo y corriendo y mi padre tropezando en el peldaño de la entrada de casa.

–A ver, Mariluz, enséñanos las braguitas –le decía uno de los amigos de mi padre.

Y mi hermana se subía el vestido y les enseñaba las bragas, y las bragas con un agujero en el culo y florecitas verdes, y Mariluz sonreía. Eran las que más le gustaban. Sería tonta, Mariluz. Las manos sucias de ese borracho. Busqué a mi madre y la vi dormida en una butaca, roncando, con la mano izquierda ocupada por un cigarro ya consumido en el que la ceniza echaba un pulso a la fuerza de la gravedad y la mano derecha ocupada por una botella. Me dirigí hacia la puerta de la casa y tropecé con otra botella que estaba en el suelo. Al golpearla giró sobre sí misma varias veces hasta quedar con el culo apuntando hacia mi zapato. Abrí la puerta y corrí. Seguí corriendo y corriendo y corriendo. 


MARÍA CASADO ALONSO