lunes, 24 de diciembre de 2012

El Gusano


A L., no estás sola


Vengo a verte para contarte que estoy enferma. Hace mucho que no vengo porque no quería que me vieras así. Ya sabes cómo soy: no quería preocuparte con mis cosas, que bastante tienes tú ya... En eso me parezco al abuelo, aunque él lo llevó hasta sus últimas consecuencias. Muerto sobre la taza del váter, el pobre. Por no molestar, se levantó de la mesa sin decir nada y se metió en el baño, ¿te acuerdas? Allí lo fulminó el infarto que le debió empezar durante la comida. Si nos hubiera dicho algo...Yo era muy pequeña, pero una cosa así no se olvida. 

Hoy no he aguantado más y he decidido venir a contarte todo. Así que, ya ves,  aquí me tienes, dispuesta a mostrarte mi podredumbre. Nadie mejor que tú me puede entender. Con nadie puedo hablar con tanta libertad. “Tienes bulimia nerviosa”, me dijo la psicóloga, como si yo no lo supiera, qué sorpresa. Sí, mamá, como y vomito, como y vomito. Sólo sé sufrir. Sólo sufriendo me encuentro. Si no, me pierdo. Cada bocado se me atasca en la boca y da vueltas y más vueltas, se hace cada vez más grande, se enrosca como una serpiente que se apresa a mi garganta y no hay forma de tragarla, hasta que al fin consigo empujarla hacia dentro. Todo se me atasca:
se me atasca este mundo tan feo, 
el álbum de fotos, 
tu sufrimiento, 
ese adiós prematuro, 
la puerta que se cierra, 
esta broma de vivir, 
una ecuación sin resolver, 
un por qué, 
mis zapatos sucios. 
(Se me atasca). 
Cuando consigo tragar el bocado y todos y cada uno de esos enemigos gigantes entran en mi estómago, me inunda la culpa. Me siento repugnante. Oigo mi caída libre, hasta que toco el fondo del pozo (¡plaffff!). Siento cada gramo de mi cuerpo como una cuchillada. No puedo mirarme en el espejo, ese infame en el que veo a mi verdugo. Un verdugo deforme al que le sobra carne (carne lunar, rugosa y letal) y le falta piedad. Y sé que no puedo hacer nada. Sólo quiero llorar. Pero, a veces, tampoco puedo. 
Entonces, vomito. 
Vomito la rabia, 
vomito el dolor, 
vomito a mis muertos, 
vomito el rechazo, 
vomito el llanto, 
vomito lo que perdí, 
vomito el invierno, 
vomito el tic tac del reloj, 
vomito mi cuerpo, 
vomito lo que callo, 
vomito a gritos, mamá, pero nadie me oye. Y vomito todo en el lugar equivocado, en ese retrete que me niega todas las respuestas, el mismo sitio sobre el que murió mi abuelo. Tengo veintitrés años y me siento vieja. Estoy cansada, mamá, léeme un cuento y dime que vivir es otra cosa, que vamos a empezar otra vez, las dos juntas. 

Hay días en que como compulsivamente, sin parar. Observo cómo mi tripa se infla, me duele, la piel se estira, el corazón late cada vez más deprisa (¿se parará?) y sigo comiendo, para después vomitarlo. Ese día soy sólo un gusano que repta hasta la cama de la que no querría salir nunca. No puedo dormirme. Me doy asco. Soy un grano oscuro, un error inmenso, una curva cerrada y sólo quiero estar sola y llorar y seguir comiendo y vomitar mi propia estrategia equivocada. (Los gusanos no valen nada y no tienen voluntad). Soy una pieza en un puzzle que no es el suyo. Aunque la verdad es que no sé si existe el mío. Otros días no como nada y siento cómo el hambre y la debilidad van apoderándose poco a poco de mi cuerpo miserable. Soy invencible, puedo vivir sin comer. Puedo con todo. 

Amanezco cada mañana con la misma farsa: hoy es el comienzo del fin, no lo voy a hacer más. Por supuesto, lo vuelvo a hacer (¡si sólo soy un gusano!) y me avergüenzo y me humillo y me escondo detrás de mi ropa ancha para que no vean lo gorda que estoy. Tengo frío y sueño. 
Tengo hambre y tengo naúseas. 
Tengo calor y sudo. 
No sé lo que tengo. 
Estoy enferma. 
Estoy sola. 
Me hago un ovillo en el sofá, cierro los ojos, no quiero moverme nunca más, a ver si pasa todo. Pero nunca pasa y todo vuelve a empezar.  (¿Hasta cuándo?, ¿Hasta cuándo?)

Quizá algún día acabe. No sabes cómo te necesito en estos momentos. Desnudarse no es fácil, ¿sabes?, mostrar tus fisuras y tus escondites. Estoy harta de  pisar piedras (“¿otra vez a pagar peaje?, pero si he pagado hace sólo dos kilómetros y once meses”). No es que papá lo haga mal, no, él hace lo que puede, que es bastante. El imbécil de mi hermano (sé que no te gusta que lo llame así, pero es lo que es), sigue como siempre, con el fútbol y las chicas, no lo saques de ahí, ése es feliz. Y yo, como una tonta, haciéndome siempre la fuerte, creyéndome una columna del Partenón, “estoy bien, muy bien, tranquilos”, para irme a llorar a solas a aquella esquinita sin luz. Pues no estoy bien, estoy como una puta mierda. Sólo me reencuentro recordando, ¿te acuerdas de cuando empujabas mi columpio? A veces, recuerdo cuando tenía seis años y me tumbaba sobre la hierba, el viento era azul, una hormiga subía por mi brazo, me hacía cosquillas, yo la dejaba, me gustaba, miraba las nubes, olía la hierba, eso era todo, nada más. Estoy enferma, tengo bulimia. Vendré a verte pronto. Te dejo estas flores sobre la lápida. Espero que te gusten.

MARÍA CASADO ALONSO

4 comentarios:

  1. Me ha encantado tu relato, muy emotivo, muy sentimental, te toca la fibra.
    ¡Bueno! Todavía no he leído un relato tuyo que no me guste, me encanta cómo transmites.
    Un beso.

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    1. Gracias, Mela, me alegra saber que llega, que, al fin y al cabo, es de lo que se trata, ¿no? Un abrazo

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  2. Brillante, una vez más. Por unos instantes has conseguido que me cambie de piel. La magia de las letras... ¡Enhorabuena, mánager!

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    1. ¿Una vez más? Anda, mentirosa... :) Gracias por tu apoyo!!! Un beso enorme

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