jueves, 20 de diciembre de 2012

La Clase

A Mateo, por sus clases reales



Salió de casa con esa sonrisa insolente que se había apoderado de su cara, desde hacía unos días, sin siquiera pedirle permiso. Era el día en que comenzaba su curso y caminaba hacia la Escuela Literaria con la impaciencia y la expectación en cada uno de sus pasos. Caminaba dando saltitos, con la cabeza burbujeando de palabras que se enredaban y se golpeaban unas a otras, pidiendo salir a volar. Ahora, por fin, podría hacerlas vivir. En este curso iba a aprender a escribir. Lo que siempre había soñado y nunca había podido realizar…O quizá lo que nunca se había atrevido a realizar…Siempre encerrado en esa maldita oficina, doce horas al día cuadrando números que le importaban tan poco… 

Pero al fin había llegado el momento ansiado. El día y la hora. Y ya se imaginaba dejando volar sus historias para escribirlas después en un papel, haciendo y rehaciendo frases, revolviéndolas, rodándolas y estrujándolas, hasta ver nacer un cuento. 

Entró en la Escuela  a  las siete y cuarto, un cuarto de hora antes del comienzo de la clase. Lo atendió en la recepción un hombre de unos cuarenta años, con barba y gafitas pequeñas, ubicadas, cual equilibrista sobre un alambre, sobre la punta de su nariz. Era un hombre en cuyo rostro no se expresaba nada. Impasible e inexcrutable. Era el vacío, la ausencia. Sus palabras tampoco ayudaban mucho porque pareciera que le dolía cada una que se le caía, como si se las arrancaran y las perdiera para siempre, sintiendo ya su añoranza. Le indicó la sala en la que se iba a celebrar su clase. Entró en ésta con los nervios esparcidos por toda su piel y se sentó en la primera silla que encontró. Todavía no había llegado nadie, ni siquiera el profesor. Nada que no fuera normal en este país del retraso como arma de identidad patria.  Sacó su cuaderno, que había comprado especialmente para el curso. Era un cuaderno de tapas de color rojo. Lo abrió despacio y con mimo, como si fuera un cofre lleno de tesoros. El cuaderno estaba todavía en blanco, pero ya lo imaginaba lleno de palabras, de olores, de vientos, de sueños… Eran las ocho menos cuarto y por la clase seguía sin aparecer nadie. En fin, habrá que seguir esperando, pensó, mientras abría su libro de cuentos de Cortázar para ir haciendo tiempo. Se entretuvo leyendo, sin conciencia del paso de los minutos, hasta que volvió a mirar el reloj y vio que ya eran las ocho y cinco. Esto ya le pareció excesivo y empezó a inquietarse. ¿No se habría equivocado de sala? Salió a la recepción en busca del hombre que lo atendió al entrar, pero no lo encontró. No vio a nadie a quien preguntar, en realidad no vio a nadie, así que decidió volver a entrar en la clase y continuar esperando. Su expectación e ilusión estaban siendo sustituidas por la preocupación y el nerviosismo. Quizá se había confundido de hora y la clase empezaba más tarde. Aferrado a esta esperanza, continuó leyendo su libro, mientras su cuaderno virgen continuaba esperando encima de la mesa. A las nueve, abrió la puerta el mismo hombre que lo atendió en la recepción y con esa misma cara sin cara, le indicó que la clase había terminado.

Su asombro le impidió tener cualquier reacción, así que salió de la Escuela y ya en la calle se sentó en el primer banco que encontró. No sabía cómo interpretar lo que acababa de pasar. Su estupefacción no lo dejaba pensar con claridad. Se quedó mirando al infinito, con los ojos perdidos en una ecuación que no sabía resolver. Abrió su cuaderno y, con espanto, descubrió que estaba lleno de anotaciones hechas con su letra. Comenzó a leer, y el corazón se encogió en su garganta: “Salió de casa con esa sonrisa insolente que se había apoderado de su cara, desde hacía unos días, sin siquiera pedirle permiso. Era el día en que comenzaba su curso…”. Cerró el cuaderno con fuerza, de un golpe, como si así fuera a desaparecer aquello que sus ojos acababan de leer.  Este se escurrió de sus sudorosas manos de gelatina y cayó al suelo. Lo recogió y continuó su camino de vuelta a casa, esta vez sin la sonrisa en su rostro. En éste ahora sólo cabía un enorme signo de interrogación que alzaba sus cejas.

Al entrar en su casa, le llegó el olor de comida de la cocina. Su mujer estaría preparando la cena. 

–¿Qué tal te ha ido en la entrevista de trabajo? –le grito su mujer desde la cocina, sin darle tiempo a quitarse el abrigo.

4 comentarios:

  1. Me gusta leerte, aunque te aseguro que este relato no termino de entenderlo.
    A veces ocurre.
    Un abrazo.

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  2. Hola, Mela, sé que es una cuento un poco surrealista, de esos que llamamos "abiertos", en los que el lector debe imaginar lo que le prefiera. Yo no te lo voy a explicar porque perdería su gracia, quédate con lo que tú interpretes :). Un abrazo

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  3. Me gusta tu cuento surrealista. Voy a ver si lo lleno de sonrisas insolentes. Un beso.

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  4. Gracias, Concha. Llénalo de lo que quieras. Besos

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