jueves, 22 de noviembre de 2012

Mi Vida desde el Suelo


Es por el vértigo. Me da pavor la altura: ese horizonte que se yergue altivo y amenazador frente a mí. Por eso me desplazo reptando, arrastrando mi cuerpo por la tierra que me desolla la piel. No me cuesta trabajo porque a los diez años, me hice pequeñito, pequeñito, de forma que arrastrar mi cuerpo no es tarea difícil
(diez...¿o eran once?) 
Desde entonces han pasado
días, 
meses, 
años..
mi vida: esa que queda cuando ya estás muerto. De golpe una puerta se cierra. Un portazo que suena a punto final. Ocurrió cuando tenía once años (¿o eran diez?). Qué más da, era demasiado pronto. La puerta se cerró y un mundo inmisericorde y doloroso me tumbó con su zarpazo. 

Ya sólo quiero mirar atrás, a esos momentos anteriores al portazo definitivo.

Había una higuera en nuestro jardín a la trepábamos, mis hermanos y yo, agarrándonos a sus brazos gruesos y múltiples. Nos acomodábamos, con las piernas colgando, y comíamos los higos que nos regalaba. Nunca pidió nada a cambio. 
(Uno, dos, tres, cuatro... muchos higos)
“No comáis tantos higos que luego no tendréis hambre”, nos gritaba mamá desde la cocina.
Por eso comíamos más y más.

Los veranos eternos montados en la bicicleta,
Y aquella peonza sin cuerda,
Mis clases de piano (“ese acorde es con uno, tres y cinco”),
El olor azul del despacho de mi padre, donde se apilaban los libros pidiendo ser leídos. A,B,C... en riguroso orden alfabético, todos juntos, dándose calor, apremiándote para que los hicieras vivir,
La canción que sonaba una y otra vez en el tocadiscos, el disco girando en busca de un lugar mejor y la aguja aprisionándolo y provocando ese sonido al raspar sus grietas,
Un globo terráqueo con todos los países de colores... y el mar (¿de qué color es el mar, papá?). Cerraba los ojos, lo giraba y daba vueltas a esa bola, imaginando viajes exóticos sin moverme de mi cuarto. Algunos de aquellos países ya no existen, porque ahora los países aparecen y desaparecen con tal disimulo que apenas  te das cuenta. Un día despiertas y, ¡zas!, aquél país se esfumó.
“¡Gira la bola, Pilar, que quiero irme de viaje!”, me pedía mi hermano,
y giraba, 
y bailaba (a veces una polka, otras veces un son, una cueca o un sirtaki)
y giraba...
Mi cuarto era pequeño y estaba atiborrado de objetos inservibles. Todos imprescindibles: 
mis muñecos (Lucas, del que apenas quedaba la cabeza, y que mi madre, incomprensiblemente, se empañaba en tirar. Pobre Lucas, qué habrá sido de ti)
mi colección de canicas de colores, 
mis cuentos,  
mis piedras preciosas recogidas de las calles y plazas, 
la foto de mis padres conmigo en brazos recién nacida (parecían tan felices, ¿dónde fue aquello?),
mi sillita de anea, en la que me sentaba a observar cómo la olas que chocaban contra mi cama,
“Esta niña no tiene más que pájaros en la cabeza, y yo te digo que es por leer tanto”.
Mi tía Concha no sabía que gracias a esos pájaros no envejecí hasta los diez años (sí, ahora lo recuerdo, eran diez).

Entonces llegó el olor del alcohol acompañando a mi padre todas las noches. Los gritos. Mi madre gimiendo en el suelo del salón mientras se tapaba la cara con las manos y entre sus dedos veía desbordarse una lágrima. El frío. La nieve cubriendo el sofá.
Y para siempre el miedo
Siempre el vértigo
Siempre.

Prefiero recordar cuando mi padre me leía los libros de “Celia”, sentados en la cocina. Era feliz en aquella primavera que sacudiría el invierno, saltándose el orden de las estaciones que me explicaron en el colegio 
Allí había un patio muy grande donde jugábamos a la comba 
Mis manos llenas de tiza
“¿Quién quiere salir a la pizarra?”
“¡Yo!”... para quedarme con las manos empolvadas en tiza, para oír el crujido de la tiza sobre el encerado, para escribir en color blanco.
Mi pupitre de madera oscura que guardaba tantos secretos como chicles había pegados bajo el tablero de la mesa.”Tomás es tonto”, esculpido con trazos irregulares.
“Ese trino es con dos y tres, no con uno y dos, tienes que hacer más digitación”, ¿y a quién le importa si toco el trino con los deditos uno y dos o con el dos y tres?.

Lo evito, lo empujo, lo aparto, pero vuelve una y otra vez, sin pedir permiso. Maldito recuerdo impertinente: mi padre, ya de color definitivamente amarillo, el día antes de su muerte, en la cama del hospital, 
“Tengo miedo”
Lo guardo todo, la luz y la sombra, en una cajita de metal que me regaló mi abuela. Es de color verde y tiene un candado para que no se escape nada. De vez en cuando la abro y huelo aquellos campos mojados y escucho el sonido de mi antiguo viento. 
Hasta que llegue el día en que alguien me aplaste con su zapato nuevo, como a una hormiga, sin siquiera darse cuenta, o quizá hasta que un niño me estruje entre sus dedos y me convierta en un grano oscuro e inerte. 

MARÍA CASADO ALONSO

3 comentarios:

  1. Hola María. Tu cuento lo veo empapado de nostalgia, añoranza, pesadumbre. Me gusta tu forma de traer los recuerdos al tiempo presente. Es atrayente, sencilla, entretenida y dinámica. Confirma mi apreciación al leer tu vivencia de Orola. Me gustaría hacerme seguidora de tu blog pero no encuentro los simbolitos... Un beso.

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  2. Me pasa como a Koncha y blogger me dice que hay un problema para hacerme seguidora. Vendré igualmente, me ha gustado tu estilo desenfadado, casi coloquial
    Besos

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  3. Muchas gracias. A Concha le pasaba porque todavía no había añadido el enlace de "seguidores", pero ahora se debería poder. De hecho, algunos han podido :). Espero que no haya ningún problema si lo quieres volver a intentar. Mil gracias, de nuevo. Un beso

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