Me gustaba tirar de la cadena y ver cómo la mierda daba vueltas, chocándose contra las paredes, hasta que al fin era tragada por el retrete, y cómo dejaba a su paso restos que se quedaban para siempre en los laterales amarillentos del váter, acompañando a otros restos ya negros, y las tetas de Lola que, a veces, me dejaba tocar (“venga, Lola, tírate el rollo, tía, déjame un ratito”), y mi padre tropezándose todos los días con el mismo peldaño de la entrada de casa,
–¡Puto peldaño de mierda!,
diecisiete centímetros de escalón vivo, y aquél día yo corriendo y corriendo y corriendo, corriendo como un corte de mangas.
Llegué a casa del colegio, arrastrando el asqueroso abrigo que fue azul pero ya era negro y olía a salsa de tomate caducada, el peldaño de diecisiete centímetros, y ellos celebrando que era miércoles y era laborable. Las cinco de la tarde, aunque el reloj del salón se empeñara en unas diez menos veinte eternas, y mis padres y sus amigos se divertían buscando respuestas (o quizá preguntas, o quizá nada) en el fondo de las botellas del whisky más barato del supermercado. Al entrar en casa me tragó una nube gigante llena de humo y de babas que sabía mi nombre y apellidos. Mariluz, mi hermana pequeña, se acercó a saludarme (“qué coñazo, Mariluz”), de la mano de su muñeca, con sus pequeños pies desnudos y su pelo más dentro que fuera de la coleta y yo,
–Joder, Mariluz.
Me dirigí hacia mi habitación sin que nadie más se fijara en mi presencia, y yo pensando “mejor así”, y aquella botella que habitaba el suelo a la que golpeé, alejé de mí metro y medio, luego giró sobre sí misma varias veces, sin marearse, y paró con el fondo mirando hacia mí. La recogí, la llevé al cubo de la basura, empujé la basura que rebosaba para hacerle sitio a la botella y me encerré en mi cuarto. Y ellos gritando y dando carcajadas llenas de grasa (carcajadas como los mocos que me sacaba de la nariz en clase de matemáticas mientras el profesor explicaba el Teorema de no sé quién) y la mierda dando vueltas en el retrete y la botella girando y yo corriendo. Encendí un cigarro que le había robado al profesor de Lengua (que no se enteraba de nada) y me puse a pensar en las tetas de Lola,
–Anda, Lola, déjame chupártelas, ya, que más te da,
y ella que no y que no, sólo me dejaba tocárselas.
Salí de mi cuarto porque tenía hambre y me dirigí estúpidamente a la nevera. Abrí la puerta de ésta y me encontré lo que ya sabía que iba a encontrarme: el churretón de siempre, ya de color verdoso, en el lateral derecho; un yogur caducado hacía dos meses; restos de jamón pegajoso y mi fiel compañero: ese tomate con moho que me llevaba acompañando toda mi infancia. Volví a cerrar la nevera. Miré hacia el salón y allí seguían todos, mi padre,
–¡Puto peldaño de mierda!,
y todos sus amigos. No veía a mi madre, o quizá no quería verla, pero daba igual, estaban todos, incluso el imbécil de Antonio,
–¡Eh, Manu, a ver si eres capaz de tomarte este vaso de whisky de un solo trago!
y yo,
–¡Cómeme la polla, borracho de mierda!,
pero fui hacia el salón e hice un hueco en el sofá tirando al suelo una montaña de ropa mezclada con periódicos deportivos atrasados, agarré el vaso con el que Antonio me provocaba y lo vacié de un solo trago. Sobre la mesa botellas de whisky vacías, otras a medio vaciar, y vasos llenos de huellas digitales. El cristal de la mesa estaba poblado de marcas circulares de culos de vasos que se superponían unas a otras y de ceniceros que se intuían bajo las montañas de colillas apuradas hasta la mitad del filtro.
Decidí volverme a mi habitación para no seguir aguantando borrachos, pero entonces vi que en una esquina del comedor estaba Mariluz con dos amigos de mi padre. Mariluz (“qué coñazo, Mariluz”) tenía diez años, le gustaba ir al colegio y todavía jugaba con muñecas.
–Mariluz, sal de mi habitación de una puta vez y llévate esa muñeca pija contigo,
y Mariluz llorando cuando le gritaba, peinando a su muñeca rubia, haciéndole una trenza, yéndose a su habitación, y la mierda girando en el retrete y yo corriendo y corriendo y mi padre tropezando en el peldaño de la entrada de casa.
–A ver, Mariluz, enséñanos las braguitas –le decía uno de los amigos de mi padre.
Y mi hermana se subía el vestido y les enseñaba las bragas, y las bragas con un agujero en el culo y florecitas verdes, y Mariluz sonreía. Eran las que más le gustaban. Sería tonta, Mariluz. Las manos sucias de ese borracho. Busqué a mi madre y la vi dormida en una butaca, roncando, con la mano izquierda ocupada por un cigarro ya consumido en el que la ceniza echaba un pulso a la fuerza de la gravedad y la mano derecha ocupada por una botella. Me dirigí hacia la puerta de la casa y tropecé con otra botella que estaba en el suelo. Al golpearla giró sobre sí misma varias veces hasta quedar con el culo apuntando hacia mi zapato. Abrí la puerta y corrí. Seguí corriendo y corriendo y corriendo.
MARÍA CASADO ALONSO