martes, 23 de julio de 2013

Los Cordones de las Zapatillas


Los calcetines llenos de polvo, amontonados en los tobillos, diez años y nuestras canicas en los bolsillos (“¿jugamos a mirar el mar?”). Caminamos de la mano, vamos al campo que hay detrás de nuestro portal (ese número veintiséis que juntó nuestras vidas) a jugar nuestra partida diaria de canicas, arrastrando los cordones de las zapatillas, siempre desatados, y además sin importarnos desatados (“Carlos, hijo, átate los cordones que te vas a caer, siempre los llevas sueltos”) y me paro para hacerme el lazo de los cordones de mis zapatos de piel y al levantarme miro la hora en el reloj de pulsera que me regaló ella por mi cuarenta cumpleaños. Cruzo la calle repleta de coches a estas horas y sigo buscando las palabras más adecuadas para nuestro final, para ese punto que nos deje sin costuras, pero no se me ocurren más que un puñado de frases hechas y lugares comunes y un coche rojo toca la bocina porque cruzo sin mirar porque ya nunca más fueron las zapatillas con los cordones sueltos ni las canicas ni jugamos a buscar palabras esdrújulas porque ya todas las palabras son agudas porque ella ya no tiene palabras esdrújulas porque ella ya es adulta y yo quiero volver a mirar el mar. 
Me paro en un escaparate que no sé qué muestra y es que no me importa, sólo quiero mirarme en el cristal, observo mis zapatos, el lazo perfectamente atado con un nudo de dos vueltas para que no se desate. Meto las manos en los bolsillos de los pantalones del traje gris y no hay canicas. En el cristal del escaparate veo al niño que juega a mirar el mar con Celia, en un descampado de Madrid (“Ahora me toca a mí, Carlos. Tienes que ver un barquito verde al final del descampado, junto al poste de la luz”) y al mirarme a los ojos en el espejo descubro al asesino de aquél niño lleno de cordones sueltos y palabras esdrújulas.
Quizá debería llevarle un ramo de flores, pero no, no es lo más adecuado, los puntos no tienen flores, los puntos sólo son puntos, y yo caminando hacia casa con los cordones bien atados. Voy despacio porque ya no tengo prisa, y el nudo de la corbata azul añil que me regaló ella,
(–Hace juego con tus ojos, y yo pensando, hace juego con mis canicas)
el nudo de la corbata, digo, me hace daño, o quizá es el calor, o quizá los nervios, o quizá es que es un nudo, y me suelto el nudo y me desabrocho el primer botón y llego al portal de mi casa, saludo al portero y entro en el ascensor lleno de espejos y de brillos, todo gracias a reunión, financiación y administración, todas agudas, y ninguna canica. Cuando entro en casa me saluda un silencio encima de otro, ella ya siempre es silencio, y yo quiero hablar palabras esdrújulas pero ella sólo tiene palabras agudas. Camino por la casa (“Hola, Celia, ¿estás en casa?”), entro en nuestra habitación y encima de la cama un sobre que pone “Carlos” y Carlos no es aguda, y yo abriendo el armario de su ropa y su armario vacío. Me siento en la cama mirando hacia el suelo de mármol mientras recuerdo todas las frases que he estado preparando y que ya puedo olvidar, y escucho un rumor de espuma y yo quiero volver a mirar el mar y luego cojo el sobre que “Carlos” y lo abro y nada más que “Era fantástico cuando llevabas los cordones desatados”.

MARÍA CASADO ALONSO