domingo, 31 de marzo de 2013

En la hora que me quitan


En la hora que me quitan iba a resolver esta extraña broma de vivir sin red,
iba a decirte “te quiero” y a pedirte que no te fueras y a enseñarte mis heridas,
iba a contar un, dos, tres, cuatro, los pasos que me quedan para llegar al mar,
iba a dejar de coleccionar minutos muertos porque ya los tengo todos o casi todos,
iba a volver a tirarme del tobogán y a reírme a carcajadas,
iba a buscar una palabra que perdí y que no sé dónde diablos se esconde,
iba a montar en bicicleta porque sí, porque quiero y porque me gusta y ya está,
iba a hacer una trenza con mis recuerdos y colgarla del balcón,
iba a ser una hormiga, una jirafa, un delfín y un camión de bomberos,
iba a abrir la caja con tus fotos y volver a verte, dónde estás,
iba a quedarme a dormir en el tercer verso de un soneto de Lope,
iba a jugar al escondite y te busco y te encuentro y no te encondes más,
iba a mezclar el verde con el rojo para que saliera el veintitrés, 
iba a saltar todas las olas para luego ver cómo se rompen,
iba a seleccionar una estrella y llevármela a casa y hacerle un nido con la letra eme,
iba a sumar los besos que te debo y estrenar un vestido azul y dejar de fumar,
iba a atarme los cordones de las zapatillas porque siempre me tropiezo y me caigo,
iba a dejar de añorarte para no verte en la calle y no hablarte en los sueños,
iba a hacer todo aquello que tengo pendiente y que no quise hacer,
en la hora que me quitan iba a escribir el cuento más bonito del mundo.

MARÍA CASADO ALONSO

domingo, 24 de marzo de 2013

Mejillones Picantes



La primera vez que la vi después de muerta estaba mirando una lata de mejillones. Picantes, claro, eran los que más le gustaban. Ella no me vio. Leía atentamente todas las indicaciones de la lata, la miraba por un lado, la miraba por el otro lado y la comparaba con minuciosidad con otras del mismo producto. No tenía prisa. Ya no tenía prisa. 

Cuando la vi yo esperaba mi turno en la caja número cinco del supermercado. Había cambiado sólo dos veces de caja. No puedo soportar estar en la caja de un supermercado con alguien detrás de mí. Tengo que ser siempre el último de la fila. Si alguien se coloca detrás de mí, inmediatamente me cambio de caja. Me pongo muy nervioso metiendo mis productos en las bolsas mientras hay otro u otra, que lo mismo me da porque no soy sexista, esperando y viendo lo que compro, reventando las cerraduras de mi intimidad. No, no lo soporto. Así que deambulo de caja en caja hasta que consigo hacer la compra sin que nadie escrute detrás de mí mi sacrosanta privacidad. Es verdad que esto me toma más tiempo, pero no me importa. En el momento en que la vi, esa primera vez, dejé el carro lleno en la cola de la caja y corrí hacia ella. Por el camino me tropecé con una señora gorda seguida de una niña (también gorda) rematada por un lazo rosa, que lloraba dispuesta a vencer al hilo musical del supermercado, porque su madre no le quería comprar vete tú a saber qué porquería para gordos, mientras yo perdía de vista a mi hermana muerta. La busqué por todos los estantes, pero no la volví a ver. Se la había tragado la tierra. Otra vez la perdía. Maldita sea la gorda y su niña gorda y todos los gordos del mundo. 

Volví a la caja donde había dejado abandonado mi carro. Cuando llegué, el cajero me miró con cara extrañada mientras seguía con su trabajo que sonaba algo así como “píííí-píííí-píííí”. Los demás compañeros de espera me miraron con cara iracunda puesto que habían tenido que empujar mi carrito, que avanzó sin dueño hasta colocarse en segunda posición. Miré el contenido de mi carro sin mirarlo, con la imagen de mi hermana sujetando en su mano la lata de mejillones picantes. Mis lágrimas cayeron sobre la cinta de la caja y el cajero avanzó la cinta que se llevó mis lágrimas. El comprador que ocupaba el primer puesto las metió en una bolsa junto con el papel higiénico y un bote de champú anticaspa y se las llevó. Mi carro me pareció vacío. Nicho vacío. 

Miré a mi espalda y descubrí horrorizado que detrás de mí se amontonaban carritos empujados por personas y personas empujadas por carritos, o viceversa. Tuve que cambiar de caja nuevamente.

Desde aquél día en que vi a mi hermana en el supermercado fui todos los días a ver si la volvía a ver. Ya no iba a comprar nada. Iba sólo a buscarla. No se lo conté nunca a nadie. Ni siquiera a mis padres. Bastante sufrieron ya. Mi madre seguro que me hubiera mandado al psicólogo, hace colección de psicólogos. Había pasado poco tiempo desde que la enterramos. La volví a ver otra vez, un sábado en el que el supermercado estaba abarrotado de gente: niños que chillaban, carros a punto de parir y padres en chándal que nunca hacían deporte. Yo llevaba cuatro horas saltando de caja en caja cuando la vi en la zona de las tartas. Estaba mirando, concretamente, una tarta de chocolate. Volví a salir corriendo en su dirección, esquivando elementos humanos e inhumanos. Esta vez tiré al suelo a un viejo al que se le cayeron encima todas las magdalenas y algún donut de chocolate (¿o eran de azúcar?) que me hizo nuevamente perderla de vista. ¿Para qué se llevan a los viejos al supermercado? Van todos juntos al supermecado, niños, niñas, señores, viejos y demás especies como si fueran de visita a un museo: “Mira, fíjate cómo incide la luz sobre los botes de coliflor, es un efecto sublime”. Nuevamente la perdí. Nuevamente tuve mucho frío sin pasar por los congelados. Arrastré mi vida hacia mi carrito abandonado en la caja y proseguí mi movimiento de caja en caja dos horas más. 

Al llegar a casa y guardar la compra encontré dos latas de mejillones picantes que no recordaba haber comprado. Cogí una y la observé, por un lado y por el otro, leyendo con atención todas las indicaciones.


MARÍA CASADO ALONSO