viernes, 22 de febrero de 2013

Nunca más veré París



“Me moriré en París con aguacero...” César Vallejo



Esta es la última vez que paseo por la orilla del Sena y que huelo su aire azul verdoso. Siempre adoré esta ciudad melancólica, que parece que va a romper a llorar en cualquier momento. Por eso quise venir una vez más. 

–Quiero ir a París.
–¿A París?
–Sí, a París, la capital de Francia.
–Vale, vale, pues vamos a París.

Juan no me iba a contradecir fuera lo que fuera lo que se me hubiera ocurrido. A la luna, pues vamos a la luna. Viajar en avión, con lo que odia volar. Se pasó todo el viaje agarrado a la botella diminuta de Rioja con la mano derecha temblorosa mientras con la izquierda hacía crujir mis deterioradas falanges. “Por favor, señorita, me puede traer otra botellita de vino”. Su cara cambiaba de color mientras expulsaba el vino de nuestra tierra patria en forma de gotas de sudor. Cuando el avión tocó suelo exhaló un suspiro como un huracán.

Soy feliz en París. Siempre lo he sido. Bueno, no siempre, o no del todo. Viví aquí un año, cuando mis padres se separaron y tuve la estúpida idea de probar a vivir un tiempo con mi padre, que se vino a vivir a esta ciudad. Yo era una adolescente rebelde que no sabía lo que quería. En realidad, lo que quería era París, no vivir con mi padre, ese ser extraño, al que no veo desde entonces, hace ya veinte años.

–¿Estás segura? –insiste Juan.
–Sí.
–Pero, ¿a qué viene eso ahora, después de tanto tiempo?
–Me quiero despedir de él, simplemente.
–¡Joder!
–¿No lo entiendes?
–No entiendo nada.
–¿El qué no entiendes?
–Nada de nada. Últimamente, nada.
                                    
Pobre Juan, no puede con todo esto. Nunca ha vivido el derrumbe. Nunca se ha topado con la vida cuando es muerte. Cuando te apuñala por la espalda. Cuando es una miserable. Yo perdí a mi hermano, que no es lo mismo, pero es parecido. Era mi único hermano. Sé lo que es recoger tus restos del suelo. Y el vacío y el abismo y el vértigo. Pero el pobre Juan ha vivido sin sobresaltos, en medio de una familia completa en la que todos se quieren. Algo parecido a una serie estadounidense o a un anuncio de cereales. Y ahora le ha tocado bailar conmigo. 

–Deberíamos preguntarle al médico si te conviene hacer el viaje a París.
–¿Para qué?
–Por si te puede afectar.
–Sí, no sea que me muera.
–Joder, Sandra, no soporto ese humor negro.
–Es la verdad, Juan, qué más me puede pasar.
–Ya.
–No te agobies.
–Pero la visita a tu padre puede que no te convenga y allí no están tus médicos, no sé, a lo mejor te altera y no tenemos dónde acudir, y...
–Allí hay médicos, sólo que hablan francés, eso sí. Estate tranquilo, anda –le digo, pasándole la mano por la espalda.
–¿Cuánto tiempo quieres estar en París?
–No sé, el que pueda.
–Ya.

París es un lugar al que siempre hay que volver, porque nunca te cansas. Cuando vuelves, sientes que te ha echado de menos. Lo notas en sus ojos apenados y en sus calles húmedas. 

Llevamos varios días tomando el sol en las terrazas de sus cafés, leyendo el periódico, charlando y viendo pasar el silencio. ¿Hay algo más cercano a la felicidad?. Sí, poder seguir viniendo.

–¿Cuándo quieres ir a su casa?
–Mañana.

Pero mañana le vuelvo a decir lo mismo. Hasta que un martes en que el sol se toma un descanso decido que ha llegado el momento. Cuando llegamos al número 24 del Bulevar Saint-Michel nos paramos. Los dos callamos. No siento nada. Tengo frío. Miramos hacia el piso tercero. Una luz ilumina la ventana. Estará preparando la cena. Juan me mira invitándome a entrar. Me cierro la cremallera de la chaqueta, le agarro la mano y tirando de él seguimos caminando por el Bulevar Saint-Michel hacia los jardines de Luxemburgo. 
Nunca más veré París.


MARÍA CASADO ALONSO

viernes, 15 de febrero de 2013

El pececito



     Mi papá dice que si lo saco de la pecera se muere porque no puede respirar. Pero, la verdad es que cuando él no está yo lo saco un rato y parece muy contento. Se sacude moviendo todo el cuerpecito. Como hace un rato, cuando he llegado del cole, y lo he visto tan triste en su sitio que lo he dejado que se de una vuelta, antes de que regrese papá del trabajo. 
Ya oigo el ruido de la cerradura, corro para bajarlo del perchero donde se ha subido a echarse la siesta y lo vuelvo a meter en la pecera.
–Hola, hija –me dice, papá, y me da una beso– Hola, pececito.
–Papá, ¿los peces vuelan?

domingo, 10 de febrero de 2013

Hoy


Pude ser un jueves, un lunes o un sábado. Eso no importa, da igual. Lo importante es que ese día no debería existir nunca. ¿Por qué la vida se empeña en ponérmelo en el camino? Ese día quiero hacer un agujero en el suelo y esconderme hasta el día siguiente. Como cuando jugábamos de niños, en la playa, a taparnos con la arena hasta la cabeza... entonces era divertido. Pero esta vez no quiero dejar la cabeza fuera. Échame más tierra encima que todavía puedo ver el mundo, sigue tapándome, no pares, hasta que no pueda ver, hasta que todo esté negro y no exista nada. Sólo el silencio. Hoy es jueves o sábado o qué sé yo, hoy es ese día que no quiero vivir. ¿Sólo me pasa a mí? Todo pesa, un paso, otro paso, y otro más, es tan cansado caminar, para ir ¿a dónde?, a hacer ¿qué? Pesa la pierna izquierda, pero  también pesa la derecha, 
y pesa este jueves (sí, es jueves), 
y pesa el miércoles que dejé que se fuera sin despedirme, 
y pesa que se me está haciendo tarde, 
y pesa que se ha estropeado la lavadora, 
y pesa lo que callo cuando hablo, 
y pesa todo lo que tengo que hacer, 
y pesa todo lo que no haré,
y pesa que no entiendo nada,
y pesan veinticinco gramos,
y pesa que lo que escribo es una mierda,
y pesa tu ausencia, 
y pesa y pesa y pesa... 
y sólo quiero que me dejen sola, escarbando en mi agujero para luego dejarme caer hasta el fondo y tocarlo y arrastarme sobre mis cenizas y no hacer nada más que no hacer nada. No quiero hablar ni escuchar porque no me importa nada. No tengo pena, no tengo miedo, no tengo nada. Mi perro me tira del jersey, quiere jugar, pero hoy no sé jugar. Hoy no soy. Hoy sólo estoy, aunque no sé dónde. Sólo sé que es jueves y que quiero que sea viernes. Que estoy cansada de ser yo. Quizá podría ser “tú” o “ellos”. No, mejor ser “nadie”, eso sería perfecto. Me doy cabezazos contra la pared de la cocina, pero no lo suficientemente fuerte como para abrirme esta cabeza estúpida y que mis hemisferios cerebrales se esparzan por el suelo: junto a la nevera el hemisferio derecho, por aquella esquina el cerebelo, al lado de la puerta el tronco encefálico, pegado a la pata de la silla el hipotálamo... sería lo mejor, lo recogería todo y que me pusieran un cerebro nuevo. “Por favor, póngame uno nada existencialista, y de sensibilidad escasito, ¿eh?, que si no se hace todo muy complicado. Ah, y no se le olvide, de esos sencillitos, que son felices son cualquier cosa...sí hija, porque el que tenía antes se traía unas complicaciones que era un no parar, no ganaba una para crisis. Yo quiero uno de esos a los que todo les resbala, debe ser una gozada algo así, ¿no?, y que no se haga muchas preguntas, las justitas para sobrevivir . Se me olvidaba, muy importante: de empatía, ná de ná, él a lo suyo”. Deberían inventar algo así.  Yo, hoy, cambio cerebro en crisis por uno vacío. Urge.

MARÍA CASADO ALONSO