jueves, 31 de enero de 2013

Verde


–Verde  –sentencia Fernando.
–¿Verde? ¡qué va, era naranja! 
– Que te digo que no, coño, estoy seguro de que era verde.
–Pero, ¿qué verde? 
–Pues, verde verde.
–Es que hay verdes y verdes. Hay muchos tipos de verde.
–¿De qué? 
–De verde. 
–Así, como tu camiseta. 
–No, estoy seguro de que era naranja y tenía el volante amarillo y las ruedas rojas. 
–¿Las ruedas? 
–Las ruedas. 
–¿Qué ruedas? 
–Las del camión.
–Puede ser.

Los dos hermanos recuerdan aquel juguete de su infancia, tan perdida y tan presente. Han pasado demasiados años desde que sus padres les regalaron aquel camión verde.  Era verde. Fueron los años de sol. Luego llegó el derrumbe y todavía hoy se sostienen con cuatro puntales en cada uno de sus vértices. La vida golpea demasiado pronto. Pronto y sin avisar. Hoy, cuarenta años después del camión verde y de mucho frío, están sentados en el dormitorio de su padre, cada uno en una silla de anea. Silla que cruje con cualquier pequeño movimiento. Crafff, craff. Cada uno se sienta a un lado de la cama de su progenitor, que yace agonizante. ¡Que traigan otro puntal que el edificio se derrumba! Y es que cuando ya crees que has logrado mantener el equilibrio un nuevo empujón te hace tambalearte.  Maldito viejo, que nunca quería ir al médico, si hubiera ido antes. “Te acompañaremos hasta el final, papá, no estarás solo”, “No digas estupideces, Jaime, uno siempre está solo”. 

Fernando está sentado con la espalda apoyada en el respaldo de la silla; tiene una pierna cruzada sobre la otra, formando un ángulo recto; en una mano sostiene una lata de cerveza y en la otra un cigarrillo en el que la ceniza hace equilibrios por no caer. Jaime apoya los codos en sus rodillas, entrelaza sus manos, sus hombros caen curvados y su mirada se esconde en alguna grieta del suelo.

–Y ahora, ¿qué hacemos? –pregunta Jaime, sacando sus ojos de la grieta del suelo.
–¿Con qué? 
–Con papá.
–¿Qué se hace en estos casos? 
–No sé.
–¿Quieres otra cerveza? 
–Pssí, vale, pero nos tomamos la última y hacemos algo con él.
–Está buena la cerveza esta del viejo, ¿eh?
–¿Cómo?
–La cerveza.
–Sí, la cerveza.
–¿Has hecho submarinismo alguna vez?
–No, nunca, me daría miedo.
–Tú siempre con el miedo. Se debe estar bien ahí debajo.
–¿Debajo de qué?
–Del agua.
–Puede.
–Está todo en silencio y el mundo se mueve muy despacio. Lo he visto en la tele.
–Será...

Un silencio submarino se apodera de ambos durante largo tiempo. Llevan ya más de doce horas sentados junto a la cama de su padre, acompañándolo en su largo final. Esperando su último suspiro. Suspiro o exhabrupto, que cada uno exhala lo que quiere. O lo que puede. Sus pensamientos deambulan por desvanes polvorientos y cajones escondidos. “Niños, dejad ya de hacer ruido que estoy trabajando”. Siempre trabajando. Siempre en otros lugares lejanos a sus vidas infantiles.

–¿Y si llamamos a mamá? –pregunta Jaime.
–¿Para qué?. Ella desde que se separó del viejo nos dejó el muerto a nosotros. Y nunca mejor dicho.
–No digas eso, papá cada vez estaba más insoportable, es normal que se separara.

“¡Son todos unos imbéciles, qué sabrán ellos de arte!”. Desde que perdió aquél premio, su carrera se hundió y su familia se perdió bajo una espesa capa de lodo. Él ya no era el mejor pintor de su país y eso nunca pudo soportarlo. 

Las lágrimas de su madre haciendo un surco en sus mejillas cuando les anunciaba su separación y los introducía a empujones en la vida adulta. Esa vida en la que ellos vivirían con su madre y visitarían a su padre cada fin de semana alterno, incluso de adultos.  “Cada vez que venimos a ver a papá pasamos un mal rato, Jaime, no sé para qué venimos”, “Ya, pero, ¿no lo vamos a dejar solo?, no tiene a nadie más”. 

“No tengo tiempo para tonterías, Jaime, si no entiendes esto es que eres tonto”. Tonto, tonto, tonto... resuena cada “t”, como un escupitajo en medio de su cara. No le gustaban las matemáticas, nada más.  “Fernando, papá dice que soy tonto, y que deberíamos leer más en vez de pasar la tarde jugando a las chapas”, “Sí que eres tonto si haces caso de las cosas que dice papá. Anda, tira, que te toca”.

–¿Te acuerdas de cuando nos enseñó a montar en bicicleta?
–No. 
–Yo tampoco.
–Deberíamos hacer algo. ¿Llamamos al médico?
–El médico ya no creo que pueda hacer nada por él, Jaime.
–Pues a un médico forense.
–No sé.
–¡Mira esta foto, estamos todos juntos!

Jaime coge una foto de la estantería que está junto a los pies de la cama y se la acerca a su hermano. En la foto aparecen sus padres junto a ellos dos. Eran muy pequeños. Sonreían todos felices a la cámara. ¿Dónde habrá ido aquello? En algún momento la vida tuerce una esquina y aparece un mundo distinto. A veces, nunca te acostumbras a él. O quizá él nunca se acomoda a lo que esperábamos de él.

–Creo que me ha mirado –dice Jaime asustado, sin retirar la vista de la cara de su padre.
–Joder Jaime, qué cosas tienes, ¿cómo te va a mirar?, está inconsciente, se está muriendo.
–Te juro que me ha mirado, con esa mirada suya altiva, ¿sabes cuál te digo?
–¿Cuál me dices?
–Pues ésa.
–Ya, ésa.
–¿Tú crees que nos oye?
–¿Cuándo te dan la casa nueva?
–El mes que viene.
–Ya te queda poco.
–Sí, poco.
–Avísame y te ayudo con la mudanza.
–Huele raro, ¿no?
–¿Raro?, ¿cómo?
–Como cuando se te pasa el jamón de york en la nevera.
–Ya.
–Fíjate, parece como si estuviera dormido, ¿verdad?
–Deja ya de decir tópicos, Jaime.
–Es que se lo ve ten plácido.
–Será porque se está muriendo.
–Será eso.
–¿Has estado alguna vez en África?
–No.
–Yo tampoco.
–¿Llamamos a la policía, a un cura, al hospital, a una funeraria? Dios, ¿qué hacemos?
–Sí, o a un deshollinador para que nos saque toda la mierda. ¡Y yo qué coño sé!
–Pues algo habrá que hacer...
–¿Y si lo dejamos y nos vamos?
–¿A dónde?
– No sé.
–¿Y lo dejamos solo?
–Uno siempre está solo, ¿no?
–Vale –contesta Jaime levantándose de la silla (“crafff”)
–¿A ti te gusta el color verde?
–Depende.
–¿De qué?
–De qué tipo de verde. Hay verdes y verdes.
–Claro.

MARÍA CASADO ALONSO

sábado, 26 de enero de 2013

El maestro Patxi Andión

     No me he equivocado en el título, no, aquí os dejo un vídeo del maestro (en minúscula) Patxi Andión, cantando su mítica canción "El Maestro", en un concierto en favor de la Educación Pública celebrado en Madrid en noviembre de 2011. 

    Siempre disponible para cantar de forma altruista en defensa de los derechos sociales, el maestro Patxi, nos puso los pelos de punta acompañado sólo de su voz, su guitarra y su fuerza. Quiero compartirlo con vosotros a través de este vídeo. Hay canciones y artistas que no pasan de moda, porque nada tienen que ver las modas (efímeras, burdas y mercantiles). 

    Como en este país vamos hacia atrás en lo que se refiere a progreso y derechos sociales, cada vez que oigo esta canción me inquieta una pregunta: ¿volverá a ser esta canción una realidad en la sociedad que nos están dejando?




lunes, 21 de enero de 2013

El Privilegio de Ser Tortuga


Nunca me gustaron las tortugas. Es una cuestión de principios. Me parece que juegan la vida con ventaja. Siempre escondiéndose dentro de ese caparazón indestructible. Los demás no tenemos dónde escondernos y nos vemos obligados a hacer frente a las heladas. Ante la más pequeña, nimia e insignificante probabilidad de peligro, ellas se meten en su guarida y a esperar que pase el tiempo. Juegan con ventaja. No, no me gustan las tortugas.

El problema no sería demasiado grave (el de que no me gustan las tortugas, pero nada de nada) si no fuera porque mi jefe es una tortuga. Y es que uno no siempre puede escoger a su jefe. Este no es una tortuga entera, no. Es sólo tortuga en la cabeza. El resto del cuerpo es humano. Bueno, no sé si humano, es como el del homo sapiens. Tampoco estoy muy segura de que sea “sapiens”... En fin, que su cuerpo es como el de las demás personas. Incluso lleva traje y corbata. Todos los días de su santa vida, viste un traje gris marengo (cómo me gusta lo del gris marengo, antes era gris y punto), una camisa blanca y una corbata azul cielo. Nunca he entendido lo de azul cielo, porque yo siempre veo el cielo gris, pero debe haber otros sitios en los que es de ese color, así, de un azul muy clarito.

–Alicia, por favor, pase a mi despacho que tengo que redactarle unos correos –dice el interfono que me comunica, directa e instantáneamente, con mi jefe.
–Enseguida, Sr. Martínez de Guinea.

Otra día más tendré que verle esa cara de tortuga, abriendo su enorme boca al hablar, como si fuera a tragarse el mundo con todos nosotros dentro. Y esos ojos de cristal, ubicados en los laterales de su pegajosa cara. Nunca sabes dónde mira, porque sus ojos miran a todos lados y a ninguno. A la hora del almuerzo engulle hojas de lechuga de forma voraz, haciendo un ruido de lo más desagradable (crafff, crafff, crafff), que se queda atascado en mi cabeza durante toda la jornada (crafff, crafff, crafff). La lechuga le rebosa por los lados de la boca mientras un hilito de baba espesa le cae sobre las solapas de la chaqueta gris marengo. Un día me armaré de valor y acabaré con todo esto.

–... atentamente, D. Manuel Martínez de Guinea.
––¿Algo más?
–No, sin postdata.
–Quiero decir que si quiere algo más o me puedo ir.
–¿A dónde se va?
–A mi mesa.
–Su mesa, claro.
–Sí, mi mesa.
–Váyase, váyase.

Es en estos momentos cuando más repugnancia siento, cuando se queda perdido, mirando al techo, ensimismado en sus pensamientos de tortuga (¿qué pensarán las tortugas?). El miserable no espera a que salga por la puerta para introducir su cabeza por el cuello almidonado de su camisa blanquísima y hacerla desaparecer (la cabeza, la camisa sigue impoluta, aprisionada por su corbata, que es azul cielo). 

Cuando vuelvo a mi mesa, la irritación me impide enviar los correos. No me parece justo. Malditas tortugas cobardes. Esto se tiene que acabar. Se tiene que acabar el cielo gris, la tortuga, mi mesa, los papeles estúpidos, su voz en el interfono, el gris marengo, su escondite canalla. Todo.

–¿De qué humor está hoy el jefe? –me pregunta Rodríguez al pasar por mi mesa.
–Humor de tortuga.
–¿De qué?
–De tortuga.
–Eso sí que no lo había oído nunca –me contesta riéndose, el muy insensato.
–No me hagas caso, son tonterías mías.
–¿Cuándo te vas de vacaciones?
–En mayo.
–¿Está solo?
–¿Quién?
–El jefe.
–Sí, sí, pasa.

Cuando Rodríguez sale del despacho del jefe, me dirige una sonrisa y vuelve a su sitio. Tan contento. Como si nada. ¿Es que a nadie más le parece indignante? No sé cómo no se rebelan contra este agravio, esta ventaja, esta humillación... Está claro que estoy sola en la lucha contra el privilegio vital de la tortuga.

–Señorita, por favor, pase a mi despacho –¡otra vez!, y así un día tras otro....
–Sí, señor ahora mismo. 

Al salir del despacho del jefe miro hacia un lado y hacia el otro. No hay nadie. Nadie me ha visto salir. Vuelvo a mi mesa y muevo los papeles de un lado a otro: los de aquí los pongo allá, los de allí los paso para acá. Y pienso. Estoy satisfecha.

–¿Qué tal Alicia?, entro a ver al jefe –me dice Pérez al pasar por mi mesa.
–¿Ahora?
–Sí, ahora, ¿está ocupado?
–¿Ocupado?, ocupado, creo que no...
–Entonces, ¿puedo pasar?
–Sí, sí, claro, pasa.

No han pasado ni dos segundos, cuando Pérez sale con la cara verdosa del despacho del jefe. Se sienta en una de las sillas que hay al otro lado de mi mesa. Se lleva sus dos manos de gelatina a la cara y se la restriega con fuerza.

–¿Estás bien?
–No, al jefe le han cortado la cabeza.
–¿La cabeza?
–Sí, la cabeza, su cabeza, eso que tenía sobre los hombros. Ahora ya no está sobre los hombros, está ensangrentada sobre el teclado del ordenador.
–¿Has acabado los informes de contabilidad?


MARÍA CASADO ALONSO

domingo, 13 de enero de 2013

¿Qué tal estás?


     Podría decirte que se me escapa la vida por el segundo ojal del abrigo marrón, o que no sé recomponer espejos rotos. Podría decirte que siempre llevo en los bolsillos una goma de borrar (por si algo no me gusta), un puñado de recuerdos y un lápiz que se ha quedado sin punta. Podría decirte que sueño con finales y tiemblo y sudo y tropiezo y caigo. Podría decirte que estoy sola aunque me des la mano y no lo veas, o que no soy más que un par de fotografías. Podría decirte que no encontré el tesoro, o que sospecho que mi reloj adelanta. Podría decirte que nunca quise crecer y ahora me apuñalan los años por la espalda o que llegué tarde a algún sitio importante. Podría decirte que en mi casa llueve en el salón, pero sólo los domingos, o que aún busco la forma de abrir puertas cerradas. Podría decirte que me ahogo con mis propias manos, que me gusta chapotear en los charcos o que me hundo cuando nadie me ve. Podría decirte que necesito que me lleves la maleta (¡pesa tanto!) porque está llena de piedras o que sólo quiero descansar de mi viaje. Podría decirte que en mi cama dormimos tres: tú, yo y mi sufrimiento  o que no sé en qué momento, en qué instante, en qué segundo me bajé del columpio para siempre. Podría...pero, como siempre, no lo haré. Me preguntarás “¿Qué tal estás?” y yo elevaré una sonrisa y contestaré “Bien”.

MARÍA CASADO ALONSO

martes, 8 de enero de 2013

Desde el Abismo


Se despertó aquella mañana como cualquier otra. Un tanto abotargado por los somníferos y, como siempre, horrorizado ante la idea de un nuevo día que afrontar (¿otro más?). Un nuevo precipicio que salvar. Decidió seguir los consejos de su psiquiatra e intentar no dejarse vencer por la angustia: se duchó, se arregló y salió a la calle, tratando de olvidarse de su ser enfermo, ése para el que siempre se escondía la primavera debajo de una capa de lodo. Incluso, hizo un gran esfuerzo por no hacer caso de las voces que lo perseguían sin pudor ni misericordia. Malditas voces. Mil veces malditas. No se dejó amilanar y salió a comprar el periódico, dispuesto a desayunar en un bar tranquilamente, disfrutando de su lectura… Cuánto gritaban las voces. Gritaban tanto… y también oía pasos cansados que no identificaba (¿serían los suyos?).

Al salir a la calle, lo abrumó el ruido y el trasiego. Se le atragantaba tanta vida en esplendor. Todos corrían, llegando tarde a cualquier lugar donde nunca pasaba nada. Los coches tocaban el claxon y los peatones parecían muertos sin saberlo, caminando serios y veloces hacia un trabajo que aborrecían, para salir de allí y seguir con su vida decolorada. Desde luego, debo estar en el andén equivocado porque todo me parece raro, ajeno, extraño. Nunca encontraré mi sitio en este entorno hostil…Ya estaba otra vez viendo el mundo desde su desorden peligroso y delirante. Sabía que no debía dejarse arrastrar por esos pensamientos. Compró el periódico en el quiosco que había enfrente de su portal, forzando una sonrisa al vendedor, y entró en el primer bar que encontró. Estaba abarrotado de gente y los camareros gritaban los pedidos como si aquello no fuera profundamente molesto y agobiante. El ruido dio cuatro vueltas a su alrededor hasta que lo dejó bien envuelto. Sólo había ruido y más ruido. Comenzó a sentir la conocida taquicardia… No pasa nada. Tranquilidad… Hizo los ejercicios de respiración que le había enseñado su psiquiatra…Inspira, uno, Espira, dos, Inspira, tres…. En la barra había un hombre que no paraba de mirarlo. Seguro que lo estaba siguiendo. Ya conocía a ese tipo de gente… Las voces comenzaron a atronarle en su cabeza. Nunca desparecerían. Todos los minutos, todos los días, todos los meses, todos los años… Salió corriendo del bar, mejor eso que hacer alguna tontería. Corría mirando hacia atrás, por si lo seguía aquel hombre que lo observaba en el bar. ¡Ja!, había conseguido darle esquinazo.

Con manos temblorosas y envuelto en sudor consiguió abrir la puerta de su casa. Y las voces no cesaban. Se movía de un lado a otro, violentamente, con las manos agarrándose la cabeza, dentro de la cual hervían los gritos. Por favor, callad ya…tengo mucho frío y tengo calor y no puedo más. Empezaron los temblores y fue corriendo a la cocina a tomarse la pastilla que le recetó el psiquiatra para momentos de crisis. Momentos de crisis, decía el muy cretino, si toda su vida era una crisis perpetua. Un delirio. Le faltaban piezas de un rompecabezas roto. Todos los minutos la misma lucha por interpretar un mapa intrincado que lo condujera a la cordura.

Cogió el frasco de ansiolíticos y los vertió todos en su mano sudorosa. Un puñado de pastillas redondas de color rosa. Serían suficientes. Se metió en la cama con una botella de ron y todas las pastillas y de un trago se bebió la vida que le había tocado. Nunca más los gritos. Nunca el abismo. Nunca.

MARÍA CASADO ALONSO



Cultura Libre


    Nunca creí en los Reyes Magos. Ni en Papá Noel. Ni en las Hadas. Ni en los Duendes. Ni en el Espíritu Santo (¿cómo van a ser tres en uno si yo conmigo misma, sola, solita, ya casi no puedo?). Mis padres son muy racionales y laicos y nunca me contaron cuentos fantásticos, bueno, al menos ellos no creían que fueran fantásticos. Dicho así, puede parecer que tuve una infancia aburrida pero les aseguro que no lo fue en absoluto. Fue de lo más loca y divertida. Eso sí, no viví rodeada de seres extraños e imaginarios. En cambio,   me contaron otras cosas mucho más importantes pero más terrenales: que la cultura es un bien sagrado, que debe estar al alcance de todos los ciudadanos (como la educación y la sanidad), que ésta es la base del desarrollo de cualquier sociedad. En su cuento, la cultura era ajena a parámetros económicos y sólo se guiaba por criterios artísticos. Pobrecillos. Hace años que les he retirado la televisión, la radio y los periódicos, para que no se lleven el disgusto que yo nunca tuve que llevarme al descubrir que los Reyes Magos no existen. Si ven el panorama se me mueren, seguro.

     Pero, veces, en medio de este páramo, donde la cultura está gobernada por el tiránico mercado, alguien consigue abrirnos una ventanita: son los que luchan contra la marea, los que todavía creen en esa cultura de la que hablaban mis padres, como los amig@s de “MásLibrosLibres”. Este proyecto cultural abrirá sus puertas con una librería en Málaga el próximo 1 de febrero. Os dejo el enlace de su blog para más información o por si queréis enviar libros o hacer sugerencias o tenéis una idea genial que aportarles: