sábado, 29 de diciembre de 2012

Mi Pierna Izquierda


¿Dónde está mi pierna izquierda? Aquí está la derecha, enterita, y me falta la izquierda. El brazo derecho, el brazo izquierdo, la pierna derecha, y ... Anoche cuando me acosté la tenía, estoy seguro. Soy un poco despistado pero de eso me acuerdo perfectamente. Sí, con toda seguridad, estaba aquí, en su sitio, donde ahora hay un muñón limpio y un espacio vacío. ¿Cómo puede desaparecer una pierna, así, de un día para otro?  No sé qué se hace en estos casos. (¿Llamo a objetos perdidos?) Después de unos minutos en los que me quedo paralizado, mirando el lugar donde debería estar mi pierna, decido llamar a una ambulancia. Cuando llega el conductor-médico-enfermero-ayudante de la ambulancia me dice que no dispone de camillas así que voy hacia ella apoyado en su hombro. Me lleva al hospital más cercano y para en la entrada de Urgencias, la cual, curiosamente, no tiene puertas. Sólo hay un cerco desnudo y huérfano y sobre él un cartel que dice “URGE..CIA..” (espacios en blanco que en su día fueron algo). En cuanto la ambulancia llega a la no-puerta de “Urgecia”, un celador, con el gesto cansado, viene a recogerme empujando una silla de ruedas a la que le faltan las ruedas (no una, no, las dos ruedas). Cuando, al fin, tras una espera en la que perdí el norte, el sur, el este y el oeste, me atiende un médico, que suda y corre de un lado a otro como si fuera el único médico del lugar. Éste se muestra poco impresionado por mi horrible situación. Saca la mano izquierda del bolsillo de su bata que fue blanca y se dispone a escribir, con aire aburrido. Entonces percibo que le falta el brazo derecho.
–Tenga –me dice, mientras me tiende una receta– tómese este tranquilizante cada veinticuatro horas, durante una semana, y ya verá como se encuentra mejor en unos días.
–Pero, doctor, ¿y mi pierna?...
–Ah, por eso no se preocupe, se acostumbrará, son los recortes del Gobierno, ya sabe…

MARÍA CASADO ALONSO

viernes, 28 de diciembre de 2012

Justicia para Víctor Jara



Un juez chileno procesó hoy a siete exoficiales del Ejército como responsables del asesinato del cantautor Víctor Jara, ocurrido el 16 de septiembre de 1973 tras el golpe de Estado que encabezó Augusto Pinochet, informaron fuentes judiciales.
La resolución, dictada por el juez especial Miguel Vásquez, de la Corte de Apelaciones de Santiago más de 39 años después del crimen, incluye a siete militares que en esa fecha estaban a cargo de centenares de prisioneros confinados en el Estadio Chile de la capital del país.
Respecto de uno de los procesados, Pedro Barrientos Núñez, el juez dictó un orden de captura internacional, por encontrarse fuera del país y dispuso el arresto de los otros seis en un batallón de la policía militar. Barrientos fue procesado como autor de homicidio calificado del cantante, junto con el exoficial Hugo Sánchez Marmonti.
Todos fueron llevados al estadio Chile, habilitado como centro de detención, donde Víctor Jara, tras ser reconocido por los militares, fue separado de los demás prisioneros y sometido por varios días a torturas, entre ellas quemaduras con cigarrillos, simulacros de fusilamientos y la fractura de sus manos con golpes de culata. El artista, señala la resolución, fue "agredido físicamente, de forma permanente, por varios oficiales".Víctor Jara, autor de Te recuerdo Amanda, era también un destacado director de teatro, y fue detenido el 12 de septiembre, un día después del golpe de Pinochet, junto a centenares de alumnos, trabajadores y profesores en la Universidad Técnica del Estado (UTE), la actual Universidad de Santiago, en la que se desempeñaba como docente.
El 16 de septiembre el Estadio Chile fue vaciado de prisioneros, con excepción del cantautor y de Littré Quiroga Carvajal, que fuera director de la Empresa de Ferrocarriles del Estado durante el gobierno de Salvador Allende (1970-1973). Ambos fueron llevados a un subterráneo del recinto y acribillados a tiros.
Víctor Jara, cuyo nombre lleva actualmente el recinto donde murió asesinado, recibió 44 impactos de bala y tenía numerosos huesos fracturados, según determinó el informe de la autopsia que le fue practicada tras el hallazgo de su cadáver, en la parte posterior de un cementerio situado en el área sur de Santiago, donde también los cuerpos de otras tres víctimas. El cadáver de Jara fue reconocido en la morgue por su viuda, la bailarina británica Joan Turner, quien lo retiró y sepultó en el Cementerio General de Santiago, en un funeral al que además de ella sólo asistió el conductor de la carroza fúnebre.


lunes, 24 de diciembre de 2012

El Gusano


A L., no estás sola


Vengo a verte para contarte que estoy enferma. Hace mucho que no vengo porque no quería que me vieras así. Ya sabes cómo soy: no quería preocuparte con mis cosas, que bastante tienes tú ya... En eso me parezco al abuelo, aunque él lo llevó hasta sus últimas consecuencias. Muerto sobre la taza del váter, el pobre. Por no molestar, se levantó de la mesa sin decir nada y se metió en el baño, ¿te acuerdas? Allí lo fulminó el infarto que le debió empezar durante la comida. Si nos hubiera dicho algo...Yo era muy pequeña, pero una cosa así no se olvida. 

Hoy no he aguantado más y he decidido venir a contarte todo. Así que, ya ves,  aquí me tienes, dispuesta a mostrarte mi podredumbre. Nadie mejor que tú me puede entender. Con nadie puedo hablar con tanta libertad. “Tienes bulimia nerviosa”, me dijo la psicóloga, como si yo no lo supiera, qué sorpresa. Sí, mamá, como y vomito, como y vomito. Sólo sé sufrir. Sólo sufriendo me encuentro. Si no, me pierdo. Cada bocado se me atasca en la boca y da vueltas y más vueltas, se hace cada vez más grande, se enrosca como una serpiente que se apresa a mi garganta y no hay forma de tragarla, hasta que al fin consigo empujarla hacia dentro. Todo se me atasca:
se me atasca este mundo tan feo, 
el álbum de fotos, 
tu sufrimiento, 
ese adiós prematuro, 
la puerta que se cierra, 
esta broma de vivir, 
una ecuación sin resolver, 
un por qué, 
mis zapatos sucios. 
(Se me atasca). 
Cuando consigo tragar el bocado y todos y cada uno de esos enemigos gigantes entran en mi estómago, me inunda la culpa. Me siento repugnante. Oigo mi caída libre, hasta que toco el fondo del pozo (¡plaffff!). Siento cada gramo de mi cuerpo como una cuchillada. No puedo mirarme en el espejo, ese infame en el que veo a mi verdugo. Un verdugo deforme al que le sobra carne (carne lunar, rugosa y letal) y le falta piedad. Y sé que no puedo hacer nada. Sólo quiero llorar. Pero, a veces, tampoco puedo. 
Entonces, vomito. 
Vomito la rabia, 
vomito el dolor, 
vomito a mis muertos, 
vomito el rechazo, 
vomito el llanto, 
vomito lo que perdí, 
vomito el invierno, 
vomito el tic tac del reloj, 
vomito mi cuerpo, 
vomito lo que callo, 
vomito a gritos, mamá, pero nadie me oye. Y vomito todo en el lugar equivocado, en ese retrete que me niega todas las respuestas, el mismo sitio sobre el que murió mi abuelo. Tengo veintitrés años y me siento vieja. Estoy cansada, mamá, léeme un cuento y dime que vivir es otra cosa, que vamos a empezar otra vez, las dos juntas. 

Hay días en que como compulsivamente, sin parar. Observo cómo mi tripa se infla, me duele, la piel se estira, el corazón late cada vez más deprisa (¿se parará?) y sigo comiendo, para después vomitarlo. Ese día soy sólo un gusano que repta hasta la cama de la que no querría salir nunca. No puedo dormirme. Me doy asco. Soy un grano oscuro, un error inmenso, una curva cerrada y sólo quiero estar sola y llorar y seguir comiendo y vomitar mi propia estrategia equivocada. (Los gusanos no valen nada y no tienen voluntad). Soy una pieza en un puzzle que no es el suyo. Aunque la verdad es que no sé si existe el mío. Otros días no como nada y siento cómo el hambre y la debilidad van apoderándose poco a poco de mi cuerpo miserable. Soy invencible, puedo vivir sin comer. Puedo con todo. 

Amanezco cada mañana con la misma farsa: hoy es el comienzo del fin, no lo voy a hacer más. Por supuesto, lo vuelvo a hacer (¡si sólo soy un gusano!) y me avergüenzo y me humillo y me escondo detrás de mi ropa ancha para que no vean lo gorda que estoy. Tengo frío y sueño. 
Tengo hambre y tengo naúseas. 
Tengo calor y sudo. 
No sé lo que tengo. 
Estoy enferma. 
Estoy sola. 
Me hago un ovillo en el sofá, cierro los ojos, no quiero moverme nunca más, a ver si pasa todo. Pero nunca pasa y todo vuelve a empezar.  (¿Hasta cuándo?, ¿Hasta cuándo?)

Quizá algún día acabe. No sabes cómo te necesito en estos momentos. Desnudarse no es fácil, ¿sabes?, mostrar tus fisuras y tus escondites. Estoy harta de  pisar piedras (“¿otra vez a pagar peaje?, pero si he pagado hace sólo dos kilómetros y once meses”). No es que papá lo haga mal, no, él hace lo que puede, que es bastante. El imbécil de mi hermano (sé que no te gusta que lo llame así, pero es lo que es), sigue como siempre, con el fútbol y las chicas, no lo saques de ahí, ése es feliz. Y yo, como una tonta, haciéndome siempre la fuerte, creyéndome una columna del Partenón, “estoy bien, muy bien, tranquilos”, para irme a llorar a solas a aquella esquinita sin luz. Pues no estoy bien, estoy como una puta mierda. Sólo me reencuentro recordando, ¿te acuerdas de cuando empujabas mi columpio? A veces, recuerdo cuando tenía seis años y me tumbaba sobre la hierba, el viento era azul, una hormiga subía por mi brazo, me hacía cosquillas, yo la dejaba, me gustaba, miraba las nubes, olía la hierba, eso era todo, nada más. Estoy enferma, tengo bulimia. Vendré a verte pronto. Te dejo estas flores sobre la lápida. Espero que te gusten.

MARÍA CASADO ALONSO

jueves, 20 de diciembre de 2012

La Clase

A Mateo, por sus clases reales



Salió de casa con esa sonrisa insolente que se había apoderado de su cara, desde hacía unos días, sin siquiera pedirle permiso. Era el día en que comenzaba su curso y caminaba hacia la Escuela Literaria con la impaciencia y la expectación en cada uno de sus pasos. Caminaba dando saltitos, con la cabeza burbujeando de palabras que se enredaban y se golpeaban unas a otras, pidiendo salir a volar. Ahora, por fin, podría hacerlas vivir. En este curso iba a aprender a escribir. Lo que siempre había soñado y nunca había podido realizar…O quizá lo que nunca se había atrevido a realizar…Siempre encerrado en esa maldita oficina, doce horas al día cuadrando números que le importaban tan poco… 

Pero al fin había llegado el momento ansiado. El día y la hora. Y ya se imaginaba dejando volar sus historias para escribirlas después en un papel, haciendo y rehaciendo frases, revolviéndolas, rodándolas y estrujándolas, hasta ver nacer un cuento. 

Entró en la Escuela  a  las siete y cuarto, un cuarto de hora antes del comienzo de la clase. Lo atendió en la recepción un hombre de unos cuarenta años, con barba y gafitas pequeñas, ubicadas, cual equilibrista sobre un alambre, sobre la punta de su nariz. Era un hombre en cuyo rostro no se expresaba nada. Impasible e inexcrutable. Era el vacío, la ausencia. Sus palabras tampoco ayudaban mucho porque pareciera que le dolía cada una que se le caía, como si se las arrancaran y las perdiera para siempre, sintiendo ya su añoranza. Le indicó la sala en la que se iba a celebrar su clase. Entró en ésta con los nervios esparcidos por toda su piel y se sentó en la primera silla que encontró. Todavía no había llegado nadie, ni siquiera el profesor. Nada que no fuera normal en este país del retraso como arma de identidad patria.  Sacó su cuaderno, que había comprado especialmente para el curso. Era un cuaderno de tapas de color rojo. Lo abrió despacio y con mimo, como si fuera un cofre lleno de tesoros. El cuaderno estaba todavía en blanco, pero ya lo imaginaba lleno de palabras, de olores, de vientos, de sueños… Eran las ocho menos cuarto y por la clase seguía sin aparecer nadie. En fin, habrá que seguir esperando, pensó, mientras abría su libro de cuentos de Cortázar para ir haciendo tiempo. Se entretuvo leyendo, sin conciencia del paso de los minutos, hasta que volvió a mirar el reloj y vio que ya eran las ocho y cinco. Esto ya le pareció excesivo y empezó a inquietarse. ¿No se habría equivocado de sala? Salió a la recepción en busca del hombre que lo atendió al entrar, pero no lo encontró. No vio a nadie a quien preguntar, en realidad no vio a nadie, así que decidió volver a entrar en la clase y continuar esperando. Su expectación e ilusión estaban siendo sustituidas por la preocupación y el nerviosismo. Quizá se había confundido de hora y la clase empezaba más tarde. Aferrado a esta esperanza, continuó leyendo su libro, mientras su cuaderno virgen continuaba esperando encima de la mesa. A las nueve, abrió la puerta el mismo hombre que lo atendió en la recepción y con esa misma cara sin cara, le indicó que la clase había terminado.

Su asombro le impidió tener cualquier reacción, así que salió de la Escuela y ya en la calle se sentó en el primer banco que encontró. No sabía cómo interpretar lo que acababa de pasar. Su estupefacción no lo dejaba pensar con claridad. Se quedó mirando al infinito, con los ojos perdidos en una ecuación que no sabía resolver. Abrió su cuaderno y, con espanto, descubrió que estaba lleno de anotaciones hechas con su letra. Comenzó a leer, y el corazón se encogió en su garganta: “Salió de casa con esa sonrisa insolente que se había apoderado de su cara, desde hacía unos días, sin siquiera pedirle permiso. Era el día en que comenzaba su curso…”. Cerró el cuaderno con fuerza, de un golpe, como si así fuera a desaparecer aquello que sus ojos acababan de leer.  Este se escurrió de sus sudorosas manos de gelatina y cayó al suelo. Lo recogió y continuó su camino de vuelta a casa, esta vez sin la sonrisa en su rostro. En éste ahora sólo cabía un enorme signo de interrogación que alzaba sus cejas.

Al entrar en su casa, le llegó el olor de comida de la cocina. Su mujer estaría preparando la cena. 

–¿Qué tal te ha ido en la entrevista de trabajo? –le grito su mujer desde la cocina, sin darle tiempo a quitarse el abrigo.

martes, 18 de diciembre de 2012

"El Niño que Miraba el Mar" - Aute

         Os dejo esta joyita de canción de Luis Eduardo Aute ("El Niño que Miraba el Mar"), que da título a su nuevo disco:





domingo, 16 de diciembre de 2012

Todos los días la misma mierda


     Me duele todo. Los sudores empapan todo mi maltrecho cuerpo. Temblores constantes me sacuden como a una hoja muerta. Me muevo de un lado a otro… de un lado a otro. Tengo que salir a pillar algo. Pero ya. Casi no me puedo sostener en pie y el tiempo corre en mi contra. Cada vez será peor. Ya lo conozco. Llevo demasiado sin ponerme porque estoy sin un duro y no voy a poder pasar muchos minutos más si no pillo algo.

Como no tengo un puto pavo tendré que ir a casa de Roberto, que es el único que me fía. Además es el que tengo más cerca y no estoy para ir muy lejos. No me hace ninguna gracia pedírselo a Roberto porque se aprovecha de las circunstancias y te cobra el gramo como si fuese oro, el muy hijo de puta. Pero, en estos momentos, creo que no me queda otra alternativa que acudir a él. Así que recojo mis cosas de la pequeña casita que tengo instalada en un cajero y me llevo mi inseparable mochila, donde llevo todos los utensilios necesarios para poder vivir, que en mi caso se reducen a jeringuillas, gomas, cucharillas, algodón y agua. Si tengo suerte y pasta, que es lo mismo, también llevo vino. En torno a esos cinco o seis miserables objetos se mantiene mi vida demacrada, que hace muchos años que no es vida. Ah, y también llevo en la mochila la foto manoseada y doblada de mi familia. También la tuve.

Al fin de un pesado y larguísimo camino de sólo cincuenta metros, que se me hacen kilómetros, en los que me arrastro por las calles con todo mi cuerpo pidiendo a gritos su dosis, llego a casa de Roberto. Nadie responde al telefonillo que martilleo sin pudor hasta dejar el dedo suplicante pegado al botón del 4º C...¡Me cago en la puta!... Ahora sí que estoy perdido. La camiseta está ya empapada, chorreando tormento, y en las piernas se me clavan unas agujas inclementes. Tengo que pensar deprisa, pero mi cabeza es un nudo denso y oscuro.

No tengo otra alternativa y lo sé, así que sigo caminando por la calle y entro en la primera cafetería que veo. Tengo suerte ya que hay unas señoras charlando animadamente, con sus bolsos en la silla de al lado, sin prestarles mucha atención. Debo ser rápido y sigiloso, pero no estoy seguro de que este despojo que soy pueda serlo. Paso por la silla donde están los bolsos y con mucha discreción cojo uno y salgo de la cafetería tranquilamente para no levantar sospechas. Lo he hecho tantas veces. Rápidamente, con las manos temblorosas, que se me van derritiendo conforme avanza la mezquina aguja del reloj, saco la cartera del bolso y encuentro más de cien euros. He vuelto a tener suerte. Tiro el bolso en la primera papelera que encuentro y me quedo con la pasta. Como me lo puedo permitir, cojo un taxi que me lleve al poblado. Necesito llegar cuanto antes, no puedo esperar al autobús. No lo voy a aguantar, mis piernas son ya de plastilina y casi no me sostienen. El viaje se me hace espantosamente largo. Sentado en el asiento me muevo hacia delante y hacia atrás, sin poder parar. Ya no controlo mi cuerpo ni mis movimientos. Los dolores son insufribles y me recuerdan con crueldad la prisa que tengo. El taxista me mira con recelo por el espejo retrovisor mientras yo le suplico que se de prisa.

Cuando por fin llego al poblado, pillo un gramo y entro en el edificio derruido donde solemos “ponernos”. Allí dentro hay mucha gente, cada una a su aire, unos tirados en un colchón, otros pinchándose, otros bebiendo…Entre ellos,  tirado en el sofá mugriento, me encuentro a Charly, un colega, que debe acabar de “ponerse” porque lo saludo y me responde con un gesto lacónico de la mano y una sonrisa estúpida en la cara. Tiene un aspecto horrible y apenas se puede mover. Lo estoy viendo irse desde hace tiempo. Siempre me pide ver la foto de mi familia y yo se la dejo. Se queda largo rato mirando con añoranza lo que él nunca tuvo. En la foto, desgastada, se nos ve a los cinco felices, mis padres juntos y sonrientes y nosotros tres mirando a la cámara agarrados de la mano, con la sonrisa del que no sabe aún de las lágrimas. En las pupilas de mi madre todavía no se dibuja la amargura. Yo no le cuento a Charly que ya no queda nada de esa foto. Sólo es ya un papel por el que han pasado los años con crueldad y sin misericordia. Sólo queda mi recuerdo de lo que fue. Él quiere imaginarse una familia feliz. Y yo también…

Vierto la heroína en la cucharilla, la disuelvo y pongo un trozo de algodón en ella. Lo he hecho tantas veces que ya lo hago de forma mecánica, pero mi “mono” es tal que estoy anulado. Mi ansiedad está desbordaba y apenas atino a hacer nada. Lleno la jeringuilla mientras mis dedos bailan el baile de la abstinencia y me busco la vena en el pie. Los brazos ya son callos inservibles. Inyecto la jeringuilla en mi vena e inmediatamente empiezo a sentir el calor que me deleita con caricias suaves y lentas por todo mi cuerpo. Los dolores se van pasando, la paz me inunda y vuelo por cielos llenos de nubes blancas. El silencio y el reposo me acunan en sus brazos. Me tumbo en el suelo para disfrutar del placer que me invade y me quedo embobado mirando el techo semiderruido. Como yo. Por mi cabeza no pasa nada. La nada absoluta. El vacío. Me olvido de todo y disfruto del silencio y el reposo. Enciendo un cigarrillo despacio. Inhalo y exhalo el humo, lentamente, observando las formas del humo al salir de mi boca reseca.  El tiempo se detiene y mi mente en blanco se olvida del mundo y de sus gritos. Me sumerjo en un mar de calma y placidez. Mis manos callosas y huesudas casi pueden tocar el sosiego que me envuelve con su aroma a flores y a olas.
Me adormezco un rato, envuelto en una bruma serena. Cuando me despierto busco a Charly que sigue, en la misma posición, mirando la foto de mi familia. Se puede pasar así horas. Enciendo otro cigarrillo y me quedo pensando, ralentizado, en cómo voy a conseguir la pasta para mi próxima dosis. Porque sé que nunca voy a dejar la heroína. Hace tiempo que abandoné la lucha infructuosa y me rendí. No voy a pasar por más Centros de Desintoxicación. La puerta de la esperanza se cerró hace años. Sé que me matará pero no puedo hacer nada más que seguirla allá donde vaya, como un novio enamorado. Arrastrándome detrás de ella, mendigando su cariño traicionero. Porque sé que sin ella estoy perdido. 

Me giro para mirar nuevamente a Charly, que últimamente me tiene preocupado. Este tío sigue mirando la foto. Lo llamo y no responde, me acerco y está duro y frío, con los ojos abiertos mirando la foto. Se la quito, con dificultad, de las manos, que están agarrotadas. Al menos, murió viendo la foto que tanto le gustaba y que hoy es una gran mentira. Pobre Charly, no ha tenido mucha suerte en la vida. Otro que nos deja. Como nos iremos los demás más pronto que tarde. Miro el cuerpo inerte de Charly y veo el mío. La muerte nos echa el aliento en la nuca y sabemos que está ahí, muy cerquita, acechándonos con su sonrisa traviesa. Porque seguiremos enredados en este ovillo maldito. Y mañana mi única preocupación será cómo conseguir mi dosis… Así, un día y otro… Todos los días la  misma mierda.


jueves, 13 de diciembre de 2012

Involución


    Os dejo un vídeo de la cantautora Marta Espinosa, de dieciocho años, para que disfrutéis de su talento:




martes, 11 de diciembre de 2012

Dícese...


Dícese de un elemento que puede estar ubicado en un lavabo, en una bañera, en una pila, en un bidé... En fin, un tránsfuga. Tiene forma cilíndrica, curvada hacia abajo. Ha tenido esa pequeña consideración, ya que, de no ser así, nos veríamos empapados por el líquido elemento que brota de su interior. Gracias a esta curva que realiza su cuerpo metálico, el elemento que desprende de su interior, en este caso agua (sí, H2O), cae, ayudada por la fuerza de la gravedad, todo hay que decirlo. 

Suele ir acompañado de uno o dos objetos (también metálicos) que son los que hacen que podamos decidir, libremente, porque a él le da todo igual, cuándo queremos que salga el H2O y cuando queremos que deje salir. Estos objetos se mueven con la mano, aunque también podría hacerse con el pie, pero no se recomienda esta opción por su incomodidad. En cualquier, caso, si usted se decide por esta última variable, no lo haga con los dos pies a la vez, lo cual complicaría mucho más las cosas. Puede elegir con un simple movimiento de mano (o del pie, si usted insiste) si quiere que el agua que brota del cilindro sea fría, 
o tibia,
o caliente, 
o templada, 
o que no salga, 
o que nos empape,
o que sea un hilito triste,
o que salga como un torrente, 
o... 

viernes, 7 de diciembre de 2012

Te abrazo en mis sueños


Nunca odié tanto el punzante sonido del despertador como aquella mañana en que me sacó de una realidad tan ansiada como imposible. Soñaba que estaba en casa de mi madre y sonaba el timbre de la puerta. Yo la abría y ante mí aparecía mi hermano, risueño, tal y como lo veo cuando cierro los ojos y veo su cara, e incluso oigo su voz y su risa cristalina. En el momento en que veo a mi hermano en la puerta me abalanzo sobre él y lo abrazo abarcándolo con mis dos brazos que se hacen largos y sinuosos para poder apresarlo con fuerza. Todo su cuerpo se aprieta contra el mío hasta dejarnos sin aliento. Su cuerpo, tan fuerte y tan frágil. Siento mis manos contra su ancha espalda, presionándola con tanta violencia que noto mis músculos agarrotados sobre ella. Mientras lo abrazo siento de nuevo su olor. Ese olor dulce a agua clara y jabón de bebé. Olor a tabaco negro. Olor a tormentas y a amores equivocados. Entra su olor por mis fosas nasales, riega todo mi cuerpo y me hace florecer después de seis primaveras yermas. Me separo de él y, mientras mis lágrimas ruedan sin reposo por mis mejillas, le agarro la cara con mis dos manos. Esa cara áspera, siempre a medio afeitar. Lo miro a los ojos. Unos ojos con sabor a mermelada de melocotón. Sonrientes y llorosos. Ojos grandes que me dicen  “no te preocupes, ya estoy aquí, perdona por haber faltado tanto tiempo”. Me sujeta las manos y me las aparta de su cara. Me las presiona con fuerza entre las suyas, grandes y carnosas. Sus dedos, gruesos y torpes, se entrelazan con los míos en un baile lleno de añoranza. Sus manos calientes esconden las mías, temblorosas y dichosas. Por fin lo tengo entre mis manos. (Cuánto tiempo ha pasado). Lo huelo y lo toco con tanta intensidad que todo parece real. Mi vida se recompone…. En ese momento sonó el miserable despertador y me incorporé de la cama sobresaltada. Mientras notaba cómo entraban en mi boca unas lágrimas vencidas y saladas, sentía que iba perdiendo su olor y su abrazo se escapaba de mí. Entonces volví a vivir que lo perdía para siempre, como aquella mañana en que me dijeron que mi hermano había muerto. Nunca más volvería a tener su abrazo ni su olor. Salvo en mis sueños.

MARÍA CASADO ALONSO

martes, 4 de diciembre de 2012

Ocaso


Sí, recuerdo perfectamente esa foto. Me la hicieron antes del concierto. ¿De dónde la has sacado, hija?. Era en el Carnegie Hall de Nueva York. Concierto para piano número 3 de Rachmaninov, ¿o era el número dos de Brahms?. Ocho en punto de la noche, el público espera mi salida al escenario en un silencio reverencial. Se encienden las luces, que me sonríen con un guiño cómplice, salgo al escenario y me siento en la butaca del piano. Silencio y más silencio. Alguna tos. Se oye en el patio de butacas el roce de una tela en un cruce de piernas. Acaricio las teclas hasta hacerlas llorar, reír, bailar, amar, gritar, besar... La mejor pianista de este país, con tan sólo veinticinco años. Quince minutos de aplausos con el público en pie y un gran ramo de flores. Esa noche les había regalado la belleza.

Déjame la foto encima del piano, hija, así la veo mientras ensayo. Sí, sí, ahí, siempre me dejan la bandeja con la comida encima del piano. Les tengo dicho que me lo van a estropear, pero nada, no hay manera. Incluso hay una, que siempre, invariable y estúpidamente, llama “mesa” a mi piano. Esa pobre no ha visto un piano en su vida. ¿Cuántos años han pasado desde esa foto?, ¿Veinte?, ¡Cuarenta y cuatro dices, qué barbaridad!. Tú todavía no habías nacido, ¿no hija?. Es curioso, algunas cosas se me olvidan pero recuerdo ese momento perfectamente. Aquél día conocí a tu padre, el mejor violonchelista. No tocaba el chelo, eso era para los perdedores. Él hacía el amor con su violonchelo.

Estoy un poco preocupada por el concierto del viernes en Londres. Ensayo a todas horas. Bueno, a todas horas no porque aquí no me dejan. “Natalia, ya le hemos dicho que a las ocho tiene que dejar de hacer ruido. Los demás tienen que descansar”. ¿Ruido? ¿Es ruido Schubert? ¿Es ruido Liszt? Son todos unos incultos, no entienden nada, me tratan como como si no supieran quién soy. Me tendrán envidia, ha pasado siempre. Sólo les importa que me tome las pastillas. Sobre todo la redondita de color rosa. No saben de arte, de lo sublime, de tocar el cielo. Pobres... se quedan rozando el suelo. Y yo necesito ensayar más, no estoy segura en el andante, no sé, me falta alma, ¿te lo toco, a ver qué opinas?. Los dedos se me agarrotan un poco y los tengo algo hinchados, ¿ves?. Antes eso no me pasaba. Pero no puedo defraudar a mi público. Soy la mejor pianista. Por cierto, dile a mi representante que recuerde no ponerme ningún concierto un sábado. Tengo que estar aquí para esperarlo. Dame un poquito más del lícor ese que escondo en el armario. Me tiemblan las manos.

“Espérame, pronto estaré de vuelta, no llores, tonta, si es sólo una semana, ponte guapa que el sábado te vengo a buscar para ir a bailar”. Es tan bueno conmigo. Y tan guapo. Es un gran violonchelista. El mejor. No sabemos de mediocridades, somos unos triunfadores. Se fue a Berlín a dar un concierto con la Filarmónica. Entonces estaba embarazada de ti, ¿te lo he contado ya?. “Te espero, te esperaré siempre”. Hoy es sábado, ¿no?. Dame el vestido negro de satén que tengo en el armario, ese de tirantes. Y los zapatos de tacón que están ahí debajo, ¿los ves?. Bueno, vete ya que se me va a hacer tarde y me tengo que arreglar. Hoy es sábado, ¿verdad, hija?. Vendrá.

 MARÍA CASADO ALONSO

lunes, 3 de diciembre de 2012


Tristán


Ahí va algo ligerito, para desengrasar, que si no decís que pongo muy dramática...


TRISTÁN

Un ojo, dos ojos,
sí, definitivamente tiene dos ojos. Dos ojos que me siguen en cada movimiento: se giran, se tuercen, se alzan y se estiran para no perderse nunca nada. 
¿Patas?, cuatro, el mío tiene las cuatro, aunque los hay que han perdido alguna por el camino (¿qué serían: trípedos?). 
Tiene un rabo largo que se mueve marcando el ritmo de su estado de ánimo:
a veces es una bachata, 
otras un bolero,
otras un tango. 
Su orejas caen formando un ángulo inexistente, con un pliegue poco ortodoxo que hace que parezcan más pequeñas de lo que son. 
Tiene la costumbre de comerse mis libros. Es un devorador compulsivo de literatura. Pero es selectivo: algunos los comienza y los deja a la mitad, de otros no quedan ni las tapas. 
Yo creo que es un perro pero no estoy segura de que él lo sepa.